Estrenos 2012: El artista y la modelo



El artista y la modelo (España, 2012)
Dirección: Fernando Trueba
Guión: Fernando Trueba y Jean-Claude Carrière

 El artista y la modelo: pequeñas lecciones de estética

            “Mi película pretende ser una variación sobre este tema. Una variación cinematográfica”. El diálogo esencialmente mudo entre un artista plástico y su modelo, la tensión física, intelectual y estética surgida de ese encuentro programado entre dos personas que ha jalonado la historia del arte occidental son el punto de partida del último trabajo de Fernando Trueba, premiado como mejor director en el festival de Donosti/San Sebastián por esta película.
Ambientada en el sur de Francia durante los últimos días de la ocupación nazi, en un lugar cercano a la frontera con una España recién devastada por el genocidio fascista, la cinta recrea en blanco y negro (los colores de moda) los paisajes de la campiña francesa que podían verse en el cine en 1943; recrea, asímismo, los personajes que pudieron habitarla, singularmente un escultor ya anciano que ha formado parte de la vanguardia post-impresionista (Cezanne, Matisse) y que lucha todavía por atrapar la luz, el sueño fundacional de la pintura moderna. Se impone el recuerdo de otra película española, la que Víctor Erice dedicó a Antonio López, El sol del membrillo, donde el paso del tiempo desmentía el afán por atrapar la naturaleza y dejaba al descubierto la sinrazón de un arte realista, sólo quedando el creador en su lucha consigo mismo. Marc, el escultor de Trueba, también lucha consigo, lucha por encontrar la obra, pero de una manera diferente, porque no ambiciona reproducir el natural, sino encontrar “la idea” a partir de la cual desencadenar el proceso creativo. La película se abre, precisamente, con el protagonista recogiendo en el campo formas (una rama, una pequeña calavera de pájaro) que le puedan ofrecer el punto de partida. Con toda una vida profesional, reconocida, dedicada a la escultura, se siente fracasado. Es entonces cuando aparece Mercè, una joven española refugiada que ayuda a la resistencia francesa, quien, a cambio de refugio y sustento accede a convertirse en su modelo.
            Toda la película se halla dominada por la visión, trasnochada, de la figura del genio creador, una visión tardo-romántica que dota a la tensión creadora, que existe en todo artista verdadero, de una transcendencia impostada, lo que se refleja en el hieratismo fabricado que muestra Marc (Jean Rochefort). Tampoco es creíble, por ingenuo, por excesivamente didáctico, el acercamiento de Mercè al universo de Marc, su identificación progresiva con las claves estéticas que su moldeador le va desvelando. Eso no impide que haya momentos magníficos en la cinta, como el análisis minucioso del boceto de Rembrandt que Marc dirige y en el que Mercè colabora con intuitiva frescura. Hay, en suma, una declaración de buenas intenciones en el guión que postula el acercamiento entre un personaje anclado en la vida cotidiana, en las labores físicas (la horticultura), en la lucha por los demás y ayuno de experiencias estéticas, encarnado por Mercè, y entre otro encerrado en su torre de marfil y en su lucha interna que no atiende al entorno fiero en el que una serie de personas se están jugando la vida por la libertad de todos, es decir, el encarnado por Marc, refugiado en el “arte por el arte”. La película concilia estas dos luchas paralelas, ambas legítimas, mediante el acercamiento mencionado de la modelo y la comprensión o, al menos, complicidad del escultor escenificada en la escena con el oficial alemán (otra “lección” que nos recuerda la, por desgracia, compatibilidad entre barbarie y cultura). Pero las buenas intenciones (pavimento del infierno, según la sabiduría popular) naufragan en la vuelta de tuerca que supone el encuentro físico (en elipsis) entre ambos personajes, porque el arrobamiento de Mercè ante su inminente posesión por parte del genio creador (trasunto del mito de Pigmalión) desafía la vieja regla aristotélica de la verosimilitud.
        La comunión entre artista y modelo se ha consumado. Es el momento de la despedida. En montaje paralelo, Mercè va en busca de su futuro, mientras que Marc contempla la obra por fin conseguida, su obra, encarnada en la escultura que representa a Mercè. Marc la observa y observa también los árboles en derredor. Ha conseguido una creación que concilia naturaleza y arte. Ha encontrado en el cuerpo femenino “la idea” capaz de transmutar una rama, una calavera de pájaro, en una forma ideal que transciende todas las formas. El adiós en la distancia de los dos protagonistas, el final del proceso, callado, contenido, es acompañado por los últimos compases del último movimiento de la novena sinfonía de Mahler, ese final que parece no tener fin.
        Además de establecer juegos de opuestos tales como arte-naturaleza, compromiso-no compromiso, juventud-vejez, vida-muerte, la película es, como puede suponerse, una glorificación del cuerpo femenino. Ésta se verbaliza en el diálogo entre Marc y Mercè en el que el escultor expone su original e irreverente versión del Génesis. Pero sobre todo está, claro, la imagen. El cuerpo de la modelo encarna sucesivamente diferentes cuerpos que pasaron de la realidad a la plástica en Velázquez, Ingres, Manet y muchos otros. Al cuerpo de Mercè se yuxtaponen otros cuerpos en yeso que pueblan el estudio del artista, ensayos previos insatisfactorios, en un juego de sombras, evocaciones y apariciones que es metáfora del laberinto interno cuya salida busca desesperadamente el creador. Quizá la cinta se resienta de un excesivo ensimismamiento en ese concepto transcendente y sacralizado del arte que se halla en la base del guión, y quizá por ello la narración resulta pesante, a pesar de las secuencias intercaladas como contrapunto al motivo central donde vemos al Fernando Trueba de los años de la “movida”: las intervenciones de la criada, los niños y el cura. Pero, qué duda cabe, la sensibilidad y el buen hacer del director hacen de esta “variación cinematográfica” una contribución destacada al séptimo arte.


Luis Robledo