Estrenos 2018 Call me by your name




Call me by your name


Año de producción: 2017
Director: Luca Guadagnino
Guionista: James Ivory, a partir de la novela Call me by your name, de André Aciman
Intérpretes: Timothée Chalamet, Armie Hammer, Michael Stuhlbarg, Amira Casar, Esther Garrel, Victoire du Bois


¿Qué hay en un nombre?

        Todas las películas se ven, pero hay algunas, pocas, que se contemplan, se paladean, se tocan, se respiran, se sienten y anidan para siempre en lo más profundo. Call me by your name es una de éstas.
        Horas, días y semanas después de admirar las imágenes luminosas y deslumbrantes del verano de 1983 en el norte de Italia que jalonan la película, la sensación de ensoñación no desaparece. El director, Luca Guadagnino, nos invita a recorrer el transitado camino del relato del aprendizaje adolescente, del primer amor, pero nos desarma con una sencillez y un atrevimiento desafectados y apabullantes, que son los de Elio Perlman (el portentoso, delicado e inolvidable Timothée Chalamet). En un ambiente idílico (esa villa italiana que tiene vida propia, esas habitaciones que crepitan, ese verano cálido y pausado, esa naturaleza palpitante, esa música de piano y guitarra y esas canciones bailables de los 80, esas lecturas, esos padres...), Elio, un adolescente más que especial, y Oliver (imponente y brillante Armie Hammer), un doctorando estadounidense que se aloja en la villa de la familia Perlman durante seis semanas estivales para trabajar con el padre de Elio, profesor universitario, se van tomando la medida entre la antipatía inicial ("el usurpador", dice Elio sobre Oliver al oír llegar el coche que lleva a quien sabe que va a invadir su dormitorio para desplazarlo a él a la habitación contigua), la curiosidad, el asombro, la atracción, el recelo, el miedo al rechazo, el juego, la desconfianza (Elio llama "traidor" a Oliver al no saber dónde va ni qué hace) y los pasos de gigante y los pasitos cortos hasta llegar a abrazar el misterio del otro.
        Guadagnino sitúa la película en la quietud y la contemplación precisamente porque en la historia laten lo carnoso y lo carnal. Son ese pulso cadencioso y la contenida y a la vez torrencial franqueza de las interpretaciones cómplices de Timothée Chalamet y Armie Hammer los que confieren una sutileza y elegancia exquisitas a la película. La vulnerabilidad revestida de osadía de Elio es la misma que la de Oliver, sólo matizada por algunos años más de experiencia que han dado forma a una coraza de aparente arrogancia y displicencia que disfraza una sensibilidad y un anhelo irrefrenables. Elio y Oliver se llevan el uno al otro por un intenso recorrido emocional en el que se admiran, se desean, desconfían, se apartan, se echan de menos, se temen y se necesitan. Nos conmueven la fragilidad y la determinación de Elio y el encanto arrebatador y el dolor culpable de Oliver (es sobrecogedora la expresión de Armie Hammer al mirar a Elio/Timothée Chalamet mientras duerme en su última noche juntos, que en unos segundos encierra todo el amor, la ternura, la tristeza y la sensación de abrumadora responsabilidad que le embargan). Queman y permanecen en la memoria tantas escenas y tantos detalles y objetos cargados de significado: los tentadores y urgentes primeros besos; la preocupación y los tiernos cuidados tras un sangrado de nariz; la deliciosa y cándida torpeza y la delicadeza en el primer encuentro nocturno en la habitación de Elio; la escena frutal, brutal en su transición desde la sensualidad, el vergonzoso pudor y la risa burlona hasta el dolor y el llanto incontenible por el vértigo del descubrimiento abrumador del abismo del propio deseo y por la anticipada sensación de pérdida; el juego de seducción al piano de la mano de Bach, Liszt y Busoni; las confidencias en voz baja en el balcón; los paseos en bicicleta; el colgante con la estrella de David, el traje de baño, las cintas de cassette, la mochila, las notitas desechadas y las que se entregan; el pez que boquea, los cubitos de hielo, el melocotón; la camiseta de Talking Heads, el Love my way de The Psychedelic Furs que suena de repente y anuncia la nueva ola y un nuevo amor; el brazo de una estatua que sella la tregua, la camisa azul, el reloj de pulsera que marca y remarca el lento paso del tiempo y luego se olvida cuando se cumple la hora…
        
La enclenque figura aún sin pulir de Elio se torna descomunal y firme al mostrarse y exponerse vulnerable y sin miedo ante Oliver en una escena envolvente en torno a un monumento de guerra en la que se dicen las cosas que importan casi sin palabras. Ese nuevo lenguaje, anudado en gestos, miradas furtivas, sensaciones, susurros, caricias, silencios, elipsis e implicaturas (que es también el de la película), es el que va tejiendo la historia de Elio y Oliver, y cristaliza en la asunción del nombre del otro como propio. Ese nombre representa un nuevo bautismo, una identidad distinta y única sólo reconocida y otorgada por el otro, secreta para los demás y oculta y desconocida hasta entonces para los amantes. El eco de los versos de Pedro Salinas reverbera en la escena que da nombre a la película: “Y que a mi amor entonces le conteste / la nueva criatura que tú eras”.
        Es en la elocuentemente muda despedida cuando Elio, como el tren que se marcha, se va haciendo pequeño de nuevo dentro de la camisa de Oliver, con su mochila casi infantil a la espalda y la llamada de auxilio quebrada a su madre. La vuelta a su habitación, la de Oliver, ya vacía de su presencia, es la de quien reconquista su terreno, pero no importa, porque ya no le pertenece; Elio comprende que nunca más será su habitación. El padre (un estupendo Michael Stuhlbarg) sabe leer en su hijo la experiencia transformadora y el dolor, que también es el suyo; dolor por el hijo que sufre y dolor por lo que él no ha conocido nunca, en una escena donde padre e hijo se quitan la armadura y se rompen, cada uno a su manera, sin derrumbarse, sabiendo que a Elio le asiste lo vivido (“Parçe que c’était lui; parçe que c’était moi”, es decir, “porque él era él; porque yo era yo”, cita el padre las palabras de Montaigne sobre su profunda amistad con La Boétie).

        En la conversación telefónica final, Elio vuelve a llamar a Oliver por su nombre, y así hace prender el recuerdo (“Lo recuerdo todo”, dice Oliver). Y Elio, en un doliente y sostenido plano final elevado por la presencia hipnótica de Timothée Chalamet, va domando la rabia y trata de aferrarse a ese recuerdo y de resguardarlo del invierno del descontento, de la realidad que inevitablemente pone fin al verano. Ese verano perfecto y ese instante epifánico de belleza se desvanecen, pero queda el recuerdo en forma de película, una manera de hacer realidad la mentira, de atrapar lo ideal. Guadagnino logra aquilatar todas esas intensas sensaciones que sacuden a Elio y Oliver y que nos traspasan y nos desbordan. No parece una casualidad que las esculturas y piezas griegas que ilustran los títulos de crédito iniciales, mezcladas con recuerdos efímeros como billetes de tren, carretes de fotos y cajetillas de cigarrillos, se cierren con la imagen de una urna griega. Elio parece comprender en ese plano final (donde caben todo lo vivido y lo que queda por vivir, la felicidad de esos días de verano, el sentimiento casi irreal de sentirse amado y de haber amado, la tristeza que acarrea el vacío de la ausencia, la sensación de pérdida y la necesidad de atesorar tanto el recuerdo como el dolor que le acompaña y le acompañará) lo que John Keats supo ver siglos atrás: “La belleza es verdad y la verdad, belleza; eso es todo / lo que se sabe en esta tierra, y no hace falta saber más”.


Itziar Ibáñez

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