Antes del anochecer (USA, 2013)
Dirección: Richard Linklater
Guión: Richard Linklater, Julie Delpy, Ethan Hawke y Kim
Krizan
Los espejos del amor
En la primera
entrega de la trilogía, Antes del
amanecer, la intriga mantenida a lo largo de la película sobre la posible
consumación del impulso amoroso surgido de manera fortuita entre los dos
jóvenes protagonistas, Celine (Julie Delpy) y Jesse (Ethan Hawke), era
desvelada al final, aunque, paradójicamente, permanecía flotando ante un futuro
imprevisible. En Antes del atardecer,
Linklater dejaba en suspenso el desenlace del segundo encuentro de la pareja,
con un Jesse escritor de fama ante la disyuntiva de tomar o no el avión de
regreso a USA para reunirse con su mujer y su hijo. En Antes del anochecer sabemos que Jesse no tomó ese avión y que el
fruto de esa decisión son dos preciosas mellizas rubias.
Jesse aparece
siempre como un estadounidense extrañado en Europa. En la primera cinta la
acción transcurre en Viena, en la segunda en París y en la tercera en un
pueblecito del Peloponeso. La primera escena de esta última enlaza hábilmente
con el final de la segunda, raccord y
elipsis a un tiempo: se trata de otro retorno en avión a USA, pero ahora es el
del hijo de Jesse, que ha pasado sus vacaciones en compañía de la pareja y de
sus anfitriones griegos. Tras una estancia feliz donde ha tenido su primera
experiencia amorosa, el adolescente debe regresar al hogar que su padre
abandonó hace años. Este juego de simetrías constituye la presentación de la
película, a modo de prólogo.
De hecho, el
esquema formal de la cinta podría reducirse a cinco cuadros precedidos por un
prólogo y seguidos por un epílogo, un epílogo no conclusivo, sino abierto, como
las dos entregas anteriores. Todas estas secciones se hallan articuladas
mediante un pasaje musical discreto que hace de puente entre ellas, facilitando
la transición de una a otra. Es, si se quiere, una especie de estructura
próxima a la suite musical, con su
preludio y un postludio añadido. Como, además, el diálogo es la médula de la
obra, pronto nos sentimos como en una película de Rohmer, con sus personajes
charlando interminablemente en distintas situaciones que evocan una secuencia
teatral, pero, eso sí, de una teatralidad resuelta por medio de un lenguaje genuinamente
cinematográfico. En este sentido, Linklater se suma a la lista de insignes
cineastas como Bergman, Mankiewicz, el propio Rohmer o el Polanski de Un dios salvaje.
Prólogo. Jesse acompaña a su hijo al
aeropuerto donde éste tomará el avión de regreso. La sobreprotección culpable
que exhibe el primero anuncia la sombra más densa que va a acompañar a la
pareja protagonista a lo largo de la película y que mostrará la vulnerabilidad
de Jesse.
Los hijos. Celine y Jesse vuelven en
coche a la casa con las mellizas dormidas en el asiento de atrás. En la
conversación irrumpe la otra sombra, complementaria de la anterior, que es el
trabajo de Celine. Pero lo más significativo es el protagonismo que cobran
detalles anecdóticos, unas ruinas arqueológicas, una manzana, que obligan a los
padres a urdir mentiras. Mentiras pequeñas, sin importancia, como la que
recuerda Celine de su propio padre, pero que convierten a los mayores en niños
irresponsables y harán de las niñas, de todos los niños y niñas engañados piadosamente,
jueces resabiadas en el porvenir.
La literatura. Mientras las mujeres
preparan la comida, los varones hablan en el jardín de literatura: de temas
posibles, de estrategias narrativas, de desenlaces. El protagonista es Jesse,
que ha sido invitado a pasar allí las vacaciones por el dueño de la casa, un
escritor griego anciano y viudo. Todos recuerdan los dos libros publicados por
el primero, libros de éxito en los que ha novelado los encuentros con Celine, a
veces impúdicamente. Jesse anuncia que se dispone a escribir su tercer libro,
de largo título que incluye la palabra efímero.
Con tan inquietante revelación, entendemos que está urdiendo la trama de su
propia vida dentro de una trama ya urdida por él mismo como personaje real,
Ethan Hawke, por Julie Delpy y por Richard Linklater.
El amor. La sobremesa puede considerarse
como un pequeño tratado sobre el amor. Remedando libremente el Simposio o Banquete de Platón, en el que el filósofo expuso su concepto de
amor cósmico, de energía poderosa que hace a los seres ir al encuentro de su
complementariedad en un frenesí divino, los comensales giran en torno a la
historia de Celine y Jesse para exponer diferentes puntos de vista,
observaciones, vivencias, que contribuyen a la construcción de una mitología amorosa.
En este juego de espejos hay tres generaciones interlocutoras. En la más joven,
encarnada por una pareja en plena efervescencia erótica, ella plantea la
posibilidad de un “amor eterno”, en sintonía con el arrobamiento de que goza.
En la generación intermedia, representada por Celine y Jesse y por la hija del
escritor anciano y su marido, todos cuarentones, la relación de pareja ya
conoce el compromiso, la negociación, los ardides femeninos para complacer el
ego masculino y otras tácticas de convivencia. La evidencia de la sumisión de
la mujer en este estadio hace a la hija del anciano expresar su rebeldía contra
el estereotipo edulcorado del amor, y lo hace con una expresión muy cercana al
gran equívoco de algunos feminismos que proclaman candorosamente: “El amor
romántico mata”. Por su parte, el anfitrión evoca su feliz matrimonio de antaño
basado en el encuentro sereno y racional, para lo que se remite a la máxima, en
la raíz misma de nuestra cultura, del oráculo de Delfos: “Conócete a ti mismo”.
El tiempo. En el transcurso del paseo
hacia el hotel, donde pasarán una noche con que les han obsequiado sus amigos
griegos, Celine y Jesse construyen su propio tiempo, no sólo el pasado, sino el
que no han vivido aún. Saben que al final espera, paciente, la muerte, y Jesse
saca a colación dos decesos ocurridos en su familia. Ambos imaginan su vejez
haciendo cálculos disparatados, especulan con la muerte de alguno de ellos y
con el otro asistiendo a su funeral, hacen un repaso de la evolución de su
físico, pero todo desde su presente dichoso, un presente conquistado a
dentelladas con el devenir y que les permite aderezar su discurso con una serie
de ocurrencias obscenas francamente divertidas. En todo itinerario hay puntos
de reposo; aquí se elige una capilla bizantina donde, entre bromas, evocan una
boda nunca realizada, otra mentirijilla a las mellizas.
Los espejos. Cuando la recepcionista del
hotel pide a Celine que ponga su firma, ella también, en los dos libros de
Jesse, comprendemos que la crónica de las aventuras de la pareja tiene como
autores a ambos, como el guión de la película. La autoría compartida se va a
manifestar amargamente en la habitación, en lo que puede considerarse el clímax
de la película. Basta una llamada del hijo de Jesse para que las sombras se
ciernan sobre lo que prometía ser otro encuentro gozoso y despreocupado de la
pareja. Los reproches se suceden: por parte de Jesse, el extrañamiento que le
impide (piensa él) ser un buen padre; por parte de Celine, las reticencias de
Jesse ante el cambio de trabajo de aquélla, su soledad en momentos críticos, la
infidelidad de su compañero cuando las mellizas acababan de ver la luz. En la
soledad de la habitación la pareja libra una lucha de espejos con el ánimo de
afearse. Ahora no se ven reflejados en el otro, sino que obligan a éste a
desviar la mirada hacia sí mismo para que reconozca su culpa. La exhibición
planificada del cuerpo semidesnudo de Celine funciona como una mueca de
desencanto, el desencanto de un cuerpo que se repliega sobre sí mismo y no se
ofrece al otro. Tras varias tentativas, Celine abandona definitivamente la
habitación.
Epílogo. Ya ha anochecido. Celine está
sentada en el jardín del hotel. Se le acerca un escritor llamado Jesse que dice
regresar del futuro y que fabula un cuarto encuentro de la pareja en el que
ella recordará esta noche como uno de los instantes mágicos en la trayectoria
de ambos. El ardid literario de Jesse, la capacidad de la palabra para hacer
que una vida virtual sirva de modelo a la vida real, para hacer que el amor
mismo se enamore de su reflejo, parecen convencer, o resignar, a Celine. El
clásico Omnia vincit Amor bien podría
substituírse por el de Omnia vincit
Verbum. Para que no podamos escuchar la decisión final que toman, la cámara
se aleja y pone punto final al relato.
El hecho de
que Julie Delpy y Ethan Hawke hayan colaborado activamente no sólo en el guión
sino en la confección de muchos de los diálogos los convierte, obviamente, en
co-autores de la película, pero, además, dota a sus interpretaciones
respectivas de una naturalidad y verosimilitud especiales. No están
interpretando, están exteriorizando las vivencias que ellos mismos han diseñado
estableciendo una frontera intangible entre realidad y ficción. En esta doble
implicación ambos están magníficos, pero Julie Delpy le saca varios puntos de
ventaja a su compañero, por la abundancia de registros, por una inteligencia
escénica de gran calibre. Los diálogos son vivos, imaginativos, divertidos y
atrapan enseguida al espectador. A veces parecen caer en el exceso, sobre todo
los relativos a las relaciones de género, con una insistencia cercana al
tópico. Pero, en general, todo funciona muy bien y hace de esta entrega la más
lograda, posiblemente, de las tres.
Es probable
que el trío ya esté tramando una cuarta entrega, esa que vaticina Jesse en el
epílogo. El reto es considerable, sobre todo porque parecen habérseles acabado
las franjas horarias (¿qué más hay además de amanecer, atardecer y anochecer?).
En cualquier caso, la pareja que forman Celine y Jesse parece, de momento,
indestructible.
Luis Robledo
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