Estrenos 2014: Nymphomaniac. Volumen 2



Nymphomaniac. Volumen 2 (Dinamarca, 2013)
Dirección y guión: Lars von Trier


El ajuste de cuentas


         Seligman, el “buen hombre”, se dispone a oír el relato de la primera sacudida que despertó la sexualidad de Joe niña: un orgasmo espontáneo acompañado de levitación y de la singular visión de dos figuras femeninas. Seligman las identifica como Mesalina y la ramera de Babilonia, encarnación ambas del desenfreno sexual. El lejano recuerdo infantil, en su elevación casi mística, contrasta con la insensibilidad de Joe en su relación con Jerôme, visualizada en la caída de la protagonista a las aguas de El oro del Rhin de Wagner, a las que ésta arrastra a Seligman sepultado por sus libros, lo que incomoda al confidente. Un icono bizantino da paso a la siguiente etapa en el itinerario de Joe.

         Episodio 6, La iglesia oriental y la iglesia occidental. Seligman explica a Joe la diferencia entre la iglesia oriental, fundamentalmente alegre (cuánto candor), y la occidental, basada en el dolor. Propone a Joe dirigirse a aquélla, pero la protagonista reconoce que su camino va en la dirección opuesta. Antes de enfrentarse a una experiencia paralela a la del Cristo azotado y humillado, deja al director danés jugar con dos gigantes de la música. En algún momento suena el coral-preludio de Bach, nostalgia de la armonía perdida. Pero, a continuación, Joe se disfraza de profesora de piano y sale a la calle con una partitura de Beethoven dispuesta a la caza de varones con un ardid ingenioso que implica la manipulación de un objeto-macho como es el automóvil. Dos, tres, nueve, más varones acuden como moscas al señuelo. Uno de ellos afirma que Beethoven no sabía componer una fuga. El atento Seligman corrige esta aseveración indicando que, al contrario, lo que hizo el maestro de Bonn fue transcender el género. No importa, lo relevante es que la partitura de Beethoven bajo el brazo de Joe ha propiciado la reunión de varias voces alrededor de su automóvil componiendo una fuga que es metáfora de la conjunción de distintos cuerpos en la vida sexual de Joe. Beethoven aparece representado sonoramente por Para Elisa. Lars von Trier podría haber elegido la Gran fuga, pero, quizá, le sirve mejor la más conocida y pegadiza para subrayar la tristeza de Jerôme recluído en su propio automóvil. Joe y Jerôme tienen un hijo, un hijo que nace riendo. Seligman interpreta esta risa como un signo demoniaco, soslayando, así, la actitud comprensiva con la que había alejado los sentimientos de culpa de Charlotte Gainsbourg y con la que había situado su comportamiento en un marco natural, para identificarla tácitamente con la bruja que ya había sido en Anticristo. Tras buscar el estímulo sexual en una relación frustrada con dos negros (sí, negros, subraya ante la turbación políticamente correcta de Seligman), relación en la que un paisaje poblado de palabras en idioma extranjero (El silencio de Bergman) muestra un divertido duelo de penes, Joe baja al infierno de la mortificación carnal, una especie de clínica para mujeres masoquistas a cargo de un personaje inmaculadamente cruel donde asistimos a las escenas más impactantes de la película. (¿Por qué siempre mujeres?, ¿acaso no hay hombres masoquistas y/o dispuestos a la autoinmolación? El director nunca ha respondido satisfactoriamente a la pregunta que nos hacemos desde hace años, pero hay que convenir en que es un asunto estrictamente personal). Freud sale a colación, cómo no, cuando Seligman explica a Joe la teoría del sujeto “perverso polimorfo”, es decir, pan-sexual que se manifiesta sobre todo en la infancia. Pero, quizá, la referencia más clara en toda esta parte de la cinta sería la de Wilhelm Reich, alumno denostado por Freud y por los santones de la burocracia psicoanalítica liderados por Anna Freud por haber tenido la osadía de abordar sin prejuicios la genitalidad. En su Análisis del carácter, Reich explicaba la función liberadora masoquista como un desbloqueo mecánico, esto es, muscular, que propicia la carga eléctrica (orgónica, según su teoría) a través del sistema simpático necesaria para la satisfacción genital. Positivismos aparte, la entrega incondicional de Joe a su propio cuerpo le hace descuidar su papel de madre. El director, en sintonía con su personaje Seligman, castiga a Charlotte-Joe a repetir su papel de bruja en Anticristo cuando vemos al niño precipitarse hacia el balcón abierto donde la nieve danza al son de Lascia ch’io pianga de Haendel. Pero el niño es rescatado por Jerôme, y Joe, dolorosamente, pierde a los dos, o se repliega hacia sí misma acompañada tan sólo por la sonata de César Franck.
         Episodio 7, El espejo. El espejo de Seligman en el que se mira Joe introduce un singular duelo que va a librar consigo misma. Ante el deterioro de su cuerpo, de su aparato genital, y ante la amenaza que su voraz sexualidad plantea en su mojigato entorno, alguien la convence para que acuda a una terapia de grupo con otras adictas al sexo. Aquí accede a la recomendación de suprimir todo lo que pueda incitarla a una vivencia sexual. Joe cubre de pintura un gran espejo que la refleja y precinta todos los grifos y todas las esquinas de las mesas de la cocina y aun del lavabo del cuarto de baño, es decir mutila prácticamente todos los objetos con los que convive, porque todos son referentes eróticos para ella. Ahora entendemos que la pulsión sexual de Joe es sobrehumana, que ella encarna esa fuerza primordial de la naturaleza que garantiza la existencia, fuerza telúrica insobornable, actividad ciega e incesante que el ser humano ha pretendido conceptualizar llamándola voluntad cósmica (Schopenhauer) o Shiva o Pan o Satán, y que quizá tiene su reflejo idealizado en el eros platónico. Como en el proceso alquímico, como en los rituales masónicos, Joe experimenta la muerte del iniciado acompañada por los primeros compases del Requiem de Mozart. A la muerte simbólica le sucede una nueva vida. Así, Joe se presenta en la terapia de grupo reivindicándose como ninfómana y despreciando el calificativo políticamente correcto de adicta al sexo. La pantalla muestra un automóvil al que Joe reduce a las llamas lanzándole un artefacto explosivo; suena un tema de Talking Heads que subraya la cualidad transgresora de la acción. En la obscuridad de la muerte iniciática Joe ha sido presa del síndrome de abstinencia, y le plantea a Seligman la posibilidad de un síndrome semejante si perdiera sus libros. Seligman se horroriza, porque su acceso al conocimiento es a través de ellos; el de Joe a través de la transformación de su ser. Desde tiempo atrás hemos asistido a un progresivo cambio de papeles entre ambos interlocutores. Joe, cada vez más segura, ha arrancado a Seligman la confesión de que nunca ha tenido experiencias sexuales, ni siquiera a través de la masturbación.
         Episodio 8, La pistola. El coche en llamas y Talking Heads reaparecen para presentar el siguiente avatar de la protagonista. Joe se integra en una banda de mafiosos cuya misión es extorsionar. Las sofisticadas técnicas de tortura que emplea Joe pasan por su conocimiento exahustivo (o casi) de los misterios del sexo. El momento estelar de esta nueva faceta de la protagonista tiene lugar cuando acorrala con su verbo a un deudor y le arranca lágrimas ante la visión de una imaginaria experiencia pedófila reprimida que ahora se resuelve en erección. Joe, compadecida por la titánica lucha interior del sujeto, le hace una felación. El relato deja a Seligman sumido en el estupor, atrapado como está por una conciencia bienpensante. Hay un punto de inflexión en la historia cuando aparece en escena la joven a la que Joe debe captar para introducirla en la red mafiosa. Joe adopta el papel de su padre e inicia a la joven en los secretos de la naturaleza, en la búsqueda del árbol-alma que ella misma no ha encontrado todavía, y lo hace al compás de la sonata de César Franck. La misma música abraza el encuentro lésbico entre las dos mujeres, quizá la única parcela sexual que le faltaba experimentar a Joe. Pero la situación se complica cuando la joven, ya iniciada en las labores de extorsión, tiene que vérselas con Jerôme. Con el coral-preludio de Bach como fondo Joe asiste a la toma de posesión de la voluntad y el cuerpo de Jerôme por parte de la joven. Joe decide abandonar el sexo y retirarse a la montaña, donde encuentra, por fin, su árbol-alma mecido por la sonata de César Franck. Ahora siente otra urgencia: matar a Jerôme. Espera a los amantes en el callejón sórdido donde en unas horas la encontrará Seligman y dispara a su ex, sin éxito, porque no ha prevenido manipular adecuadamente la pistola que ha llevado consigo, sin utilizar, los últimos meses. Seligman le muestra ahora cómo funciona. Volvemos al callejón, donde Jerôme propina una paliza a Joe. Los amantes ríen. Para culminar la humillación, aquél acomete tres embestidas a la joven, luego cinco. Los números áureos de la serie de Fibonacci aparecen de nuevo ante el espectador sobreimpresos en la pantalla, pero no hay ningún comentario de Seligman, los números no son ahora anuncio auroral, sólo una mueca de desprecio; lo único que se oye es un gemido implorante de Joe que hemos escuchado en algún momento de la película: “Tápame todos los agujeros”. El relato ha terminado. Parece que el largo viaje iniciático de Joe también. Pero aún le queda una misión que cumplir, un último paso. Joe pide a Seligman que la deje dormir y queda sola en la habitación. Al rato, vuelve a entrar éste con el miembro viril al descubierto, con toda la cultura libresca a sus espaldas, con todo su discurso exegético de misterios que no ha sabido experimentar, e intenta violarla. Ahora Joe es la Grace de Dogville, el ángel justiciero que ha de enfrentarse con el horror cotidiano, el de la conciencia reglada y satisfecha, el de la corrección política. Con este horror ajusta cuentas Joe en la obscuridad de la pantalla, una obscuridad protectora de ciertos ruidos que permiten presumir un final abierto. La vocecita de Charlotte Gainsbourg nos acompaña en la lectura de los créditos con la última música de la película: “Hey, Joe, ¿adónde vas con ese arma en la mano?”



Luis Robledo

1 comentario:

Gracias.