Dirección y guión: Lars von Trier
El ajuste de cuentas
Seligman, el
“buen hombre”, se dispone a oír el relato de la primera sacudida que despertó
la sexualidad de Joe niña: un orgasmo espontáneo acompañado de levitación y de
la singular visión de dos figuras femeninas. Seligman las identifica como
Mesalina y la ramera de Babilonia, encarnación ambas del desenfreno sexual. El
lejano recuerdo infantil, en su elevación casi mística, contrasta con la
insensibilidad de Joe en su relación con Jerôme, visualizada en la caída de la
protagonista a las aguas de El oro del
Rhin de Wagner, a las que ésta arrastra a Seligman sepultado por sus
libros, lo que incomoda al confidente. Un icono bizantino da paso a la
siguiente etapa en el itinerario de Joe.
Episodio
6, La iglesia oriental y la iglesia
occidental. Seligman explica a Joe la diferencia entre la iglesia oriental,
fundamentalmente alegre (cuánto candor), y la occidental, basada en el dolor.
Propone a Joe dirigirse a aquélla, pero la protagonista reconoce que su camino
va en la dirección opuesta. Antes de enfrentarse a una experiencia paralela a
la del Cristo azotado y humillado, deja al director danés jugar con dos
gigantes de la música. En algún momento suena el coral-preludio de Bach,
nostalgia de la armonía perdida. Pero, a continuación, Joe se disfraza de
profesora de piano y sale a la calle con una partitura de Beethoven dispuesta a
la caza de varones con un ardid ingenioso que implica la manipulación de un objeto-macho
como es el automóvil. Dos, tres, nueve, más varones acuden como moscas al
señuelo. Uno de ellos afirma que Beethoven no sabía componer una fuga. El
atento Seligman corrige esta aseveración indicando que, al contrario, lo que
hizo el maestro de Bonn fue transcender el género. No importa, lo relevante es
que la partitura de Beethoven bajo el brazo de Joe ha propiciado la reunión de
varias voces alrededor de su automóvil componiendo una fuga que es metáfora de
la conjunción de distintos cuerpos en la vida sexual de Joe. Beethoven aparece
representado sonoramente por Para Elisa.
Lars von Trier podría haber elegido la Gran
fuga, pero, quizá, le sirve mejor la más conocida y pegadiza para subrayar
la tristeza de Jerôme
recluído en su propio automóvil. Joe y Jerôme tienen un hijo, un hijo que nace
riendo. Seligman interpreta esta risa como un signo demoniaco, soslayando, así,
la actitud comprensiva con la que había alejado los sentimientos de culpa de
Charlotte Gainsbourg y con la que había situado su comportamiento en un marco
natural, para identificarla tácitamente con la bruja que ya había sido en Anticristo. Tras buscar el estímulo
sexual en una relación frustrada con dos negros (sí, negros, subraya ante la turbación políticamente correcta de
Seligman), relación en la que un paisaje poblado de palabras en idioma
extranjero (El silencio de Bergman)
muestra un divertido duelo de penes, Joe baja al
infierno de la mortificación carnal, una especie de clínica para mujeres
masoquistas a cargo de un personaje inmaculadamente cruel donde asistimos a las
escenas más impactantes de la película. (¿Por qué siempre mujeres?, ¿acaso no
hay hombres masoquistas y/o dispuestos a la autoinmolación? El director nunca
ha respondido satisfactoriamente a la pregunta que nos hacemos desde hace años,
pero hay que convenir en que es un asunto estrictamente personal). Freud sale a
colación, cómo no, cuando Seligman explica a Joe la teoría del sujeto “perverso
polimorfo”, es decir, pan-sexual que se manifiesta sobre todo en la infancia.
Pero, quizá, la referencia más clara en toda esta parte de la cinta sería la de
Wilhelm Reich, alumno denostado por Freud y por los santones de la burocracia
psicoanalítica liderados por Anna Freud por haber tenido la osadía de abordar
sin prejuicios la genitalidad. En su Análisis
del carácter, Reich explicaba la función liberadora masoquista como un
desbloqueo mecánico, esto es, muscular, que propicia la carga eléctrica (orgónica, según su teoría) a través del
sistema simpático necesaria para la satisfacción genital. Positivismos aparte,
la entrega incondicional de Joe a su propio cuerpo le hace descuidar su papel
de madre. El director, en sintonía con su personaje Seligman, castiga a
Charlotte-Joe a repetir su papel de bruja en Anticristo cuando vemos al niño precipitarse hacia el balcón
abierto donde la nieve danza al son de Lascia
ch’io pianga de Haendel. Pero el niño es rescatado por Jerôme, y Joe,
dolorosamente, pierde a los dos, o se repliega hacia sí misma acompañada tan
sólo por la sonata de César Franck.
Episodio
7, El espejo. El espejo de Seligman
en el que se mira Joe introduce un singular duelo que va a librar consigo
misma. Ante el deterioro de su cuerpo, de su aparato genital, y ante la amenaza
que su voraz sexualidad plantea en su mojigato entorno, alguien la convence
para que acuda a una terapia de grupo con otras adictas al sexo. Aquí accede a
la recomendación de suprimir todo lo que pueda incitarla a una vivencia sexual.
Joe cubre de pintura un gran espejo que la refleja y precinta todos los grifos
y todas las esquinas de las mesas de la cocina y aun del lavabo del cuarto de
baño, es decir mutila prácticamente todos los objetos con los que convive,
porque todos son referentes eróticos para ella. Ahora entendemos que la pulsión
sexual de Joe es sobrehumana, que ella encarna esa fuerza primordial de la
naturaleza que garantiza la existencia, fuerza telúrica insobornable, actividad
ciega e incesante que el ser humano ha pretendido conceptualizar llamándola
voluntad cósmica (Schopenhauer) o Shiva o Pan o Satán, y que quizá tiene su
reflejo idealizado en el eros platónico. Como en el proceso alquímico, como en
los rituales masónicos, Joe experimenta la muerte del iniciado acompañada por
los primeros compases del Requiem de
Mozart. A la muerte simbólica le sucede una nueva vida. Así, Joe se presenta en
la terapia de grupo reivindicándose como ninfómana y despreciando el
calificativo políticamente correcto de adicta al sexo. La pantalla muestra un
automóvil al que Joe reduce a las llamas lanzándole un artefacto explosivo;
suena un tema de Talking Heads que subraya la cualidad transgresora de la
acción. En la obscuridad de la muerte iniciática Joe ha sido presa del síndrome
de abstinencia, y le plantea a Seligman la posibilidad de un síndrome semejante
si perdiera sus libros. Seligman se horroriza, porque su acceso al conocimiento
es a través de ellos; el de Joe a través de la transformación de su ser. Desde
tiempo atrás hemos asistido a un progresivo cambio de papeles entre ambos
interlocutores. Joe, cada vez más segura, ha arrancado a Seligman la confesión
de que nunca ha tenido experiencias sexuales, ni siquiera a través de la
masturbación.
Episodio
8, La pistola. El coche en llamas y
Talking Heads reaparecen para presentar el siguiente avatar de la protagonista.
Joe se integra en una banda de mafiosos cuya misión es extorsionar. Las
sofisticadas técnicas de tortura que emplea Joe pasan por su conocimiento
exahustivo (o casi) de los misterios del sexo. El momento estelar de esta nueva
faceta de la protagonista tiene lugar cuando acorrala con su verbo a un deudor
y le arranca lágrimas ante la visión de una imaginaria experiencia pedófila
reprimida que ahora se resuelve en erección. Joe, compadecida por la titánica
lucha interior del sujeto, le hace una felación. El relato deja a Seligman
sumido en el estupor, atrapado como está por una conciencia bienpensante. Hay
un punto de inflexión en la historia cuando aparece en escena la joven a la que
Joe debe captar para introducirla en la red mafiosa. Joe adopta el papel de su
padre e inicia a la joven en los secretos de la naturaleza, en la búsqueda del
árbol-alma que ella misma no ha encontrado todavía, y lo hace al compás de la
sonata de César Franck. La misma música abraza el encuentro lésbico entre las dos
mujeres, quizá la única parcela sexual que le faltaba experimentar a Joe. Pero
la situación se complica cuando la joven, ya iniciada en las labores de
extorsión, tiene que vérselas con Jerôme. Con el coral-preludio de Bach como
fondo Joe asiste a la toma de posesión de la voluntad y el cuerpo de Jerôme por
parte de la joven. Joe decide abandonar el sexo y retirarse a la montaña, donde
encuentra, por fin, su árbol-alma mecido por la sonata de César Franck. Ahora
siente otra urgencia: matar a Jerôme. Espera a los amantes en el callejón
sórdido donde en unas horas la encontrará Seligman y dispara a su ex, sin
éxito, porque no ha prevenido manipular adecuadamente la pistola que ha llevado
consigo, sin utilizar, los últimos meses. Seligman le muestra ahora cómo funciona.
Volvemos al callejón, donde Jerôme propina una paliza a Joe. Los amantes ríen.
Para culminar la humillación, aquél acomete tres embestidas a la joven, luego
cinco. Los números áureos de la serie de Fibonacci aparecen de nuevo ante el
espectador sobreimpresos en la pantalla, pero no hay ningún comentario de
Seligman, los números no son ahora anuncio auroral, sólo una mueca de
desprecio; lo único que se oye es un gemido implorante de Joe que hemos
escuchado en algún momento de la película: “Tápame todos los agujeros”. El
relato ha terminado. Parece que el largo viaje iniciático de Joe también. Pero
aún le queda una misión que cumplir, un último paso. Joe pide a Seligman que la
deje dormir y queda sola en la habitación. Al rato, vuelve a entrar éste con el
miembro viril al descubierto, con toda la cultura libresca a sus espaldas, con
todo su discurso exegético de misterios que no ha sabido experimentar, e
intenta violarla. Ahora Joe es la Grace de Dogville,
el ángel justiciero que ha de enfrentarse con el horror cotidiano, el de la
conciencia reglada y satisfecha, el de la corrección política. Con este horror
ajusta cuentas Joe en la obscuridad de la pantalla, una obscuridad protectora
de ciertos ruidos que permiten presumir un final abierto. La vocecita de
Charlotte Gainsbourg nos acompaña en la lectura de los créditos con la última
música de la película: “Hey, Joe, ¿adónde vas con ese arma en la mano?”
Luis Robledo
Me gustó mucho tu análisis sobre esta pelicula.
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