Título: Cold War.
Título original: Zimna wojna.
Año: 2018.
Duración: 88 min.
País: Polonia.
Dirección: Pawel Pawlikowski.
Guión: Pawel Pawlikowski y Janusz Glowacki.
Fotografía: Lukasz Zal.
Reparto: Joanna Kulig,
Tomasz Kot, Agata Kulesza, Borys Szyc,
Cédric Kahn, Jeanne Balibar, Adam
Woronowicz, Adam Ferency, Adam Szyszkowski.
La
complejidad de lo sencillo
Descubrí
casualmente el cine de Pawel Pawlikowsk a través
de «Ida» (2013), cuando era aún una película prácticamente desconocida y sin
premiar. Fascinado por ella, busqué más obras de su director y pude ver también
«La mujer del quinto» (2011) —que me decepcionó un tanto, a pesar de poseer
imágenes muy poderosas—, «Mi verano de amor» (2004) y «Last
Resort» (2000), que me gustaron más pero sin
alcanzar la altura de «Ida», para mí, hasta el momento, su obra maestra.
«Cold War» (2018), su última obra, es una película
extraordinaria. Sus logros visuales, su elegancia, su sentido narrativo,
estrictamente cinematográfico y poderosísimo, su alcance trágico, las
interpretaciones de los actores y actrices —en especial la de una sobrenatural
Joanna Kulig, una actriz inmensa, llena de inteligencia, fisicidad, intensidad
y contención; su papel en esta obra es un prodigio interpretativo— por citar
algunas de sus muchas virtudes, hacen de ella una película imprescindible y
también la convierten en una más que agradecida bocanada de aire fresco ante
una industria —la cinematográfica claro— cada vez más preocupada por los
réditos del capital, nada raro, por otra parte, en una sociedad en la que el
capital y su rédito se han convertido en su signo identitario. Tal vez «Cold War» no alcance esa
maestría, ese equilibrio de su anterior película, tal vez percibamos cierta
fragmentación, cierta discontinuidad, algo así como un engarzado de escenas
que, en ocasiones, pueden parecer repetitivas y rompen el ritmo interno de la
narración, su concisión, su unidad, su «redondez», esa precisión de bisturí que
supone «Ida»; pero, a pesar de ello, me parece una película deslumbrante. Hay
algo en el cine de Pawlikowski que tiene aroma clásico, como comenté en otra
ocasión. Sin duda su cine bebe en las fuentes del gran cine clásico, del cine
clásico europeo ya que afortunadamente no todo es USA, y USA y su cine clásico,
en buena medida, siempre estuvieron condicionados por los europeos que
emigraron a aquel país, recordemos a bote pronto nombres imprescindibles como
Otto Preminger, Billy Wilder, Fritz Lang, Robert Siodmak, Fred Zinnemann, Ernst
Lubitsch, Erich von Stroheim, Max Ophüls, Jean Renoir, Alfred Hitchcock…, la
lista sería agotadora. Se pueden percibir raíces europeas, en especial del cine
polaco y checo de los años cincuenta y sesenta. Pero con todo, a mi juicio, lo
genial en Pawlikowski es su capacidad para absorber todas estas influencias y
—asimilándolas e interiorizándolas— crear una obra que, inmersa en la
tradición, se convierte al mismo tiempo en profunda y esencialmente moderna.
Habilidad esta reservada tan sólo, sin ninguna duda, a los grandes maestros.
Lejos del mundanal ruido de los audiovisuales enfocados a la televisión, de la
publicidad, de las infinitas series de televisión —que tanto, y a menudo tan
mal, han influido en la producción cinematográfica—, y de un cine con ínfulas
de modernidad, de innovación y de transgresión, el cine de Pawlikowski en
virtud de su inteligencia y de una honestidad que huye de la búsqueda
premeditada de las categorías antes mencionadas, nos introduce paradójicamente—precisamente
por su maestría y su ausencia de intencionalidad— en lo más hondo y auténtico
de ellas. Es comprensible la diversidad en los gustos pero cuesta demasiado
admitir la crítica a un cine como este sin pillarse los dedos, a no ser que se
haga desde el resentimiento y el cinismo, o —lo que sería aún peor— desde la
ignorancia. Se ha calificado, con una alarmante frecuencia, a la última
película de Pawlikowski de «edulcorada». Está claro que todo es subjetivo, aunque no estoy
tan convencido de que deba serlo. Difícilmente se puede encontrar rastro de
azúcar en una obra tan amarga, tan desolada, tan devastadora. Ahora bien, si
por contraposición los chicos «fuertes» del cine son algunos nombres como
Michael Winterbottom, David Fincher o Quentin Tarantino entonces me callo…,
¡hombre!, a su lado cualquier cosa sería, sin ningún género de dudas,
edulcorada y banal. El problema es que el que escribe estas líneas cada vez
echa más en falta un cine como el de Pawlikowski y cada vez está más harto
(¿¡es ya en realidad posible!?) de las sandeces, los trucos y los fuegos de
artificio de esos «chicos fuertes» de cartón piedra, educados en realidad en la
escuela de las palomitas de maíz a golpe de talonario. No sé por qué me temo
que muchos de los que califican a Pawlikowski de edulcorado son los mismos que
se extasían ante la oligofrenia colectiva de «El club de la lucha», una de las
películas más indecentes que he visto (y he visto muchas, decentes e
indecentes); o ante la memez de «Memento» (con
perdón de los muchos amigos a los que les encanta Nolan, supongo que somos
amigos por otros motivos), una obra llena de incongruencias y ardides,
sobrecargada de estilismo, de grandilocuencia y de superficialidad; de
Tarantino me he prometido no volver a hablar; de Winterbottom ni siquiera
merece la pena que lo intente.
«Cold War», en un blanco y negro que nos recuerda su película
anterior —el propio director ha afirmado que el blanco y negro representa los
colores de su época— nos narra no sólo una historia trágica de amor (inspirada,
al parecer, en la propia historia de los padres del director) sino que, como
ocurría también en «Ida», nos ofrece una visión desolada y desoladora de la
Polonia de la época asfixiada por el régimen comunista, lo que obliga a los
protagonistas (Wiktor y Zula) a huir a París. En la capital francesa Zula, que
es cantante, descubre que los entresijos de la industria de la música no son
muy distintos a los de su país. Para ella, como mujer, los favores sexuales se
convierten en un trámite insalvable por el que forzosamente ha de pasar si
desea conseguir un determinado prestigio. La vuelta a Polonia, pasado un
tiempo, no se antoja más esperanzadora…
El
formidable arranque de la película nos sumerge en las músicas populares de la
Polonia más profunda. El final, sobrecogedor, nos lleva directamente, sin
respiro, a los títulos de crédito y a la maravillosa Aria de las Variaciones
Goldberg interpretada por Glenn Gould en su segunda versión discográfica.
Recuerdo que en el final de «Ida» sonaba también Bach, «Ich ruf zu dir, Herr Jesu
Christ» arreglado para piano por Ferruccio Busoni e interpretada por el gran
Alfred Brendel.
La
película, rodada también al igual que «Ida», en
formato 4:3, posee una magnífica fotografía en blanco y negro con una
profundidad de campo admirable, demuestra un dominio soberbio de la narración
cinematográfica —donde las cosas, esencialmente, «se ven» y no se cuentan— y un
manejo asombroso de la elipsis —sorprendentemente criticado por algunos
comentaristas, sin duda más afines a la explicitud naíf, cuando no
pornográfica, de buena parte del cine actual—. Por ello, me gusta reivindicar
esta magnífica película de Pawlikowski ya que, más allá de sus aciertos y sus
desaciertos, presupone un cine comprometido, inteligente y honesto, rodado desde
las entrañas y las vísceras y no desde un minucioso cálculo bursátil disfrazado
de proeza artística. Un cine lleno de pureza y de elocuencia. Un cine que
conmueve y que, desde su aparente sencillez, nos desvela su fascinante y veraz
complejidad.
César
Ureña Gutiérrez
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