Dirección y guión: Paul Thomas
Anderson
La libido
irreductible
“-
¡Maldito sea mi complejo de inferioridad!” Estas palabras, salidas de los
labios de un joven mecánico del estado de California en los años 40 del pasado
siglo, revelaron a Emil Ludwig el grado de penetración en la sociedad
estadounidense de las teorías de Freud y lo animaron a escribir en 1946 su
diatriba contra éste y contra aquéllas. Ludwig se percató de cómo la puritana
sociedad norteamericana había encontrado en la cobertura científica del
psicoanálisis una vía para hablar de lo hasta entonces inconfesable, el sexo.
Freud ha sido maltratado e incomprendido.
Es verdad que alguna de sus teorías
es disparatada (la nostalgia del pene por parte de la mujer); es verdad que su
insistencia en el sexo enmascara su lúcida disección de la cultura occidental.
Pero lo peor es que ha sido banalizado y manipulado, quizá más en los USA que
en ningún otro lugar. Basta ver las películas producidas en los años 40 y 50
para darse cuenta de la frivolidad con que se aplican las teorías freudianas a
la vida cotidiana (ridículo el Hitchcock de Spellbound).
En ese país, desde los años 20 se desvirtuaron e instrumentalizaron los
postulados de Freud para crear consumidores compulsivos y ciudadanos sumisos
(hay que ver el magnífico documental de la BBC que circula en la red con el
título de The Century of the Self,
aunque no haga justicia al padre del psicoanálisis). En una sociedad
profundamente individualista como la de los USA, confiada y pletórica tras la
Segunda Guerra Mundial, cualquier método era bueno para potenciar el
sentimiento de autosuperación, de autorrealización, de autoafirmación, incluso
el viejo método de la hipnosis con el que comenzó Freud. A éste recurrió el
charlatán que creó la Dianética y la Iglesia de la Cienciología.
La
película de Anderson es la historia de dos locos enfrentados y, a la vez,
complementarios. El primero, Freddie, aparece en el arranque de la película: un
marino en las playas del Pacífico, en los últimos días de la Segunda Guerra
Mundial, emulando el coito con una muñeca de arena y masturbándose de cara al
mar. En seguida aprenderemos que tiene una habilidad especial para fabricar un
cóctel sabroso y explosivo y que presenta brotes psicóticos frecuentes. El azar
lo lleva a encontrarse con el segundo loco. Estamos ya al filo de los años 50 y
este último se nos presenta como el cerebro de un proyecto terapéutico que
tiene como base la influencia del espíritu sobre el cuerpo y que opera
liberando al individuo de supuestos traumas mediante una especie de hipnosis
mezclada con una vulgarización de la teoría de la reencarnación. Los fieles que
lo siguen, todos de clase media alta, lo llaman the Master y a su proyecto la
Causa. El director y guionista ha hecho de este personaje, Lancaster Dodd,
trasunto del fundador de Dianética,
Ronald Hubbard. A partir de este encuentro la película planteará un duelo muy
especial entre los dos personajes. Freddie se siente seducido y abducido por el
carismático sanador de almas y cuerpos, y se prestará como conejillo de Indias
a los experimentos con que lo humilla su protector. Lancaster Dodd, a su vez,
es seducido en principio por el brebaje de Freddie y, más tarde, abandonado
aquél por la presión de su implacable esposa, por la fuerza salvaje del antiguo
marino que lo fascina y que constituye para él un reto: el de encauzar una
personalidad enfermiza por la senda de sus enfermizas teorías.
El
duelo entre los dos protagonistas es también interior. Ambos libran un combate
íntimo entre la fascinación que les produce el otro y que los mantiene unidos y
sus respectivas trayectorias vitales que no acaban de encontrarse. Anderson ha
encontrado una manera muy efectiva para reflejar esa tensión interior haciendo
un empleo abundante de los primeros planos que permiten, a la vez, hacer gala
de interpretaciones soberbias a Joaquin Phoenix (Freddie) y a Philip Seymour
Hoffman (Lancaster Dodd). En otro orden de cosas, el director ha querido evocar
fielmente la atmósfera de las ficciones cinematográficas de los años 50
utilizando una Studio Camera de 65
mm. con unas tonalidades que, efectivamente, rememoran aquel periodo de manera
eficaz. Un periodo marcado por la obsesión sexual en aquella sociedad mojigata
que Anderson sugiere, de modo no muy creíble, con la actitud de la hija de
Lancaster Dodd (juzguen los espectadores), además de con la obvia de Freddie.
El
oficio de las religiones es secuestrar la espiritualidad y convertirla en
mercancía. Claro que hay grados: no es lo mismo el cuerpo de doctrina del
hinduísmo que el pack de salvación
que pretende suministrar la iglesia católico-romana. La Iglesia de la Cienciología que desarrollaría en los años siguientes
Hubbard, con sus conceptos abstrusos derivados de la añeja teosofía, ni
siquiera merece el calificativo de religión y sí el de superchería. Quizá por
ello Freddie se aleja, física y emocionalmente, de su admirado Lancaster Dodd
cuando éste se halla al frente de un pequeño imperio muy lucrativo. Los últimos
minutos de la película muestran a Freddie haciendo el amor gozosamente y
haciendo repetir a su pareja ejercicios de pseudo-hipnosis como los que
aprendió con el maestro,
desfuncionalizados, meras supervivencias que se convierten en burla. En este
punto la mente de Freddie vuelve a las playas del Pacífico y se ve a sí mismo
yaciendo junto a la muñeca de arena. La pulsión erótica es, como diría Ortega y
Gasset, su fondo insobornable, aunque
quizá anhele la intemporalidad que sólo da el reposo de la muerte. Freud y,
antes, Wagner, denostados al igual por Emil Ludwig, ya lo advirtieron.
Luis Robledo
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