Las sesiones
(USA, 2012)
Dirección y guión: Ben Lewin
El cuerpo como laboratorio
Cuando Condillac publicó en 1754 su Tratado de las sensaciones abrió un camino fértil y de
consecuencias insospechadas para sus contemporáneos. El conocimiento, la reflexión,
venía a decir, deriva de la experiencia de los sentidos, no son previos a ésta;
la construcción de la identidad se lleva a cabo a partir de la experiencia
sensible. Hoy podemos considerar esta visión excesivamente mecanicista, porque
hemos aprendido que la psicología del ser humano es un abismo tan profundo y
tan lleno de matices que no cabe reducirla a un mero reflejo sensual. Sin
embargo, todavía podemos escuchar el eco de la tesis de Condillac en ese
diálogo que el cuerpo entabla con su dueño a cada instante y que las gentes con
sentido, sentido común, logran que no se convierta en monólogo. De este diálogo
trata la película de Ben Lewin.
La trama está basada en hechos reales. El principal
protagonista, Mark O’Brien (interpretado por un magistral John Hawkes), vive
atrapado desde la adolescencia en un pulmón de acero a causa de la
poliomielitis y de él sólo puede zafarse durante cuatro horas como máximo al
día. Se halla paralizado muscularmente, aunque mantiene la sensibilidad
corporal y las facultades mentales intactas. A sus 38 años permanece virgen,
pero las frecuentes erecciones que experimenta ante la manipulación diaria de
sus cuidadoras lo hacen consciente de que ése no es el estado natural de un ser
viviente. Quiere experimentar esa química tan especial que se establece entre
dos seres humanos mediante la conjunción de sexo y afecto, eso que llamamos
amor. Se enamora, pues, de su nueva cuidadora, la hermosa y sensual Amanda, y
la respuesta, previsible, es la huída de quien le tiene cariño, lo estima, pero
no lo ama. Es entonces cuando resuelve perder la virginidad acudiendo a una
terapeuta profesional del sexo. Lo anterior y lo que sigue fue relatado por el
propio Mark en una publicación aparecida en The
Sun. Tras leerla, el director se puso en contacto con la terapeuta, Cheryl
Cohen-Greene, y con otra mujer que fue la compañera sentimental de Mark en sus
últimos años, Susan Fernbach. Con todo ello ha compuesto Lewin un relato sabio
y sutil que es toda una lección de vida por las reflexiones que suscita.
Mark es un ferviente católico y necesita consultar su
arriesgada decisión con un sacerdote. La primera reacción de éste es de estupor
ante lo que considera pura “fornicación”, pero su sensibilidad y cordura lo
hacen recapacitar enseguida y dar su visto bueno a la aventura. Se convierte,
así, en cómplice del enmarañado proceso que le va a dar, a él también, una gran
lección de vida. Son muy graciosos los momentos en que Mark le cuenta
detalladamente y con natural crudeza sus experiencias con nombres comunes
(pene, penetración, orgasmo) ante la mirada atónita de las pocas parroquianas
que acuden a rezar.
La aparición en escena de Cheryl está resuelta de manera
magnífica. Casada felizmente, recibe por teléfono el encargo de Mark con la
cesta de la compra y entre admoniciones al hijo adolescente descuidado, en un
entorno doméstico semejante al de miles de ciudadanos para quienes vida
familiar y vida profesional son compartimentos estancos. La terapia está fijada
en seis sesiones, las que clínicamente se consideran suficientes para superar
una disfunción sexual. Durante las primeras sesiones Cheryl guía a Mark a
través de la geografía dormida que es su cuerpo con precisión mecánica,
activando resortes elementales que en Mark, sin embargo, no se han encauzado
satisfactoriamente debido a una obvia falta de práctica. Cuando vemos el cuerpo
desnudo de Helen Hunt, en esta interpretación memorable que hace del personaje
real, mostrándose a la vez pedagógico y sensual ante Mark, frotándose con el
cuerpo de éste, comprendemos la belleza que atesora la conjunción de dos
fisonomías humanas enfrentadas, esa belleza que la mejor tradición del Islam
(Ibn-Arabi de Murcia) entendió como reflejo y prefiguración de la Divinidad.
Pero el cuerpo no es un mecanismo de relojería. Cuando
Mark consigue la penetración y el orgasmo quiere más, quiere otra suerte de
complicidad afectiva que pasa por el orgasmo simultáneo, quiere, en definitiva,
amor. Es en este punto cuando el cuerpo transciende su materialidad y se
convierte en laboratorio de emociones, no tanto para Mark, predispuesto a ello,
como para Cheryl-Helen Hunt que se enfrenta a un reto inédito en su carrera
profesional. Cuando Cheryl alcanza el orgasmo junto a Mark se opera en ella un
cambio sutil pero lo suficientemente pronunciado como para ser percibido por su
marido. Su cuerpo la ha transformado en un ser ligeramente distinto. No está
enamorada de Mark, pero entre éste y ella se ha establecido un vínculo que va
más allá de la terapia, un vínculo afectivo que equidista de la pasión amorosa
y de la relación sexual. Consciente del callejón sin salida que representa la
nueva relación entre ambos, Cheryl propone a Mark suspender la última sesión, a
lo que éste, dolorosamente, accede.
La relación entre maestra y discípulo podía haber
terminado aquí. Pero todavía es posible una vuelta de tuerca. Mark recurre a la
magia de la palabra y escribe un poema bello y sincero a Cheryl. El poema cae
en manos del marido de ésta, quien lo arroja furiosamente a la basura. Enterada
de la misiva, Cheryl abandona el lecho conyugal y rebusca en los desperdicios
hasta encontrarlo, y lo lee con fruición en el silencio de la noche. ¿Qué
arrebato lleva a Cheryl a tal comportamiento, más propio de una adolescente que
de una mujer curtida en los avatares de la vida? Con perdón del oxímoron,
podría decirse que es un arrebato lúcido surgido del cúmulo de sensaciones que
ha experimentado en el que se diluyen las fronteras entre el amor, el afecto y
el sexo. En la búsqueda y lectura del poema reconocemos un síntoma tradicional
del amor o, quizá, de una de las convenciones culturales con que hemos
recubierto la pulsión amorosa. La memoria del cuerpo anclada en la relación
sexual y en el afecto sube un grado de intensidad en función de la palabra que
sublima a aquélla.
Cheryl escucha el poema de boca del sacerdote en la
última secuencia, la del funeral de Mark. Junto a ella lo escuchan todas las
mujeres de Mark: Amanda, Vera (la sucesora de ésta, una mujer íntegra, sabia,
dueña de su vida, cómplice activa de la aventura de Mark, que protagoniza
momentos interesantes en la película) y Susan, de importancia fundamental en
los últimos años de la vida real del protagonista, aunque aquí sólo resulta
esbozada. En la penumbra queda el pulmón de acero, habitáculo inerte de un
laboratorio transcendente, el del cuerpo.
Luis Robledo
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