Dirección: Atiq Rahimi
Guión: Jean-Claude Carriére, Atiq Rahimi
Música: Max Richter
La liberación por la
palabra
El arte de
contar cuentos ejemplarizantes se encuentra, quizá sin excepción, en todas las
culturas. Pero en la cultura árabe-islámica tuvo siempre un brillo especial.
Persia parece ser la fuente principal de donde salieron los mejores y más
refinados ejemplares de esta singular manifestación literaria, que llegarían a
mediados del siglo XIII a los confines de Europa en la versión castellana de Calila e Dimna. Más tarde, Occidente
volvería a deslumbrarse con Las mil y una
noches, cuyo eco es imposible no reconocer en el cuento que cada noche
cuenta la sabia prostituta que es la tía de la protagonista de la película a
las hijas de ésta, y que la convierte de manera ideal (por tan sólo una mención
fugaz) en una suerte de Scherezade.
Las virtudes terapéuticas de la palabra fueron
bien conocidas por nuestros clásicos quienes pusieron al día el término
aristotélico eutrapelia, vale decir,
conversación distendida con la que mitigar angustias o preocupaciones a base de
dichos ingeniosos y ocurrentes, de fábulas y de todo tipo de narraciones cortas
a las que se acomodaron sin esfuerzo los cuentos y leyendas de origen oriental.
El afán de curar las afecciones anímicas mediante la palabra tendría un punto
de inflexión cuando Sigmund Freud accedió a la queja de una paciente histérica
para que la dejase expresarse libremente, sin interrupciones, convirtiendo al
monólogo en la piedra angular del proceso curativo.
De principio a
fin la película gravita sobre un monólogo liberador que tiene sus raíces en los
cuentos persas, en concreto en el de la piedra de la paciencia, donde se afirma
que existe tal piedra maravillosa ante la que se pueden confiar oralmente los
temores, las tribulaciones, todos los problemas que nos angustian, con la
seguridad de que la piedra los oye y los guarda en su seno, hasta que un día
explota y con su desintegración el sujeto queda liberado de todos aquéllos, es
decir, adviene la catarsis purificadora. La protagonista conocerá la leyenda en
el transcurso de la película, de boca de su tía, pero ya desde el principio
inicia el proceso del que no es consciente y cuyo desenlace desconoce. Lo hace
dirigiéndose a su marido, talibán en coma por un disparo en el cuello. Ella
(¿se dice su nombre en algún momento de la película?) le da noticia de los
pormenores cotidianos y lo cuida con cariño, o con amor, o con un tipo de
afecto indefinido que puede expresarse tanto con el término fidelidad como con
el concepto de sentido del deber.
Asumido el
silencio del marido postrado, ella le irá confiando experiencias más
personales, hasta llegar a las más íntimas, aquéllas que un talibán consciente
no permitiría proferir y que no se permitiría escuchar, pero que, como piedra
de la paciencia en que lo convierte progresivamente ella, no tiene más remedio
que oír. Los monólogos de la protagonista ante el cuerpo inexpresivo del marido
están resueltos a lo largo de la cinta mediante planos que semejan cuadros al
óleo, desde diferentes ángulos, con un colorido distinto, todos de una belleza
deslumbrante, aunque no tanto como la de la protagonista, Golshifteh Farahani,
que, además, en los primeros y medios planos hace gala de una expresividad y de
una riqueza de matices muy convincente en general (quizá con algunos excesos en
los ojos entrecerrados, lo que se llama vulgarmente “de carnero degollado”).
Uno de los momentos más brillantes de su interpretación es cuando le cuenta al
marido su segunda experiencia como prostituta ocasional, entre risas, con el
testimonio de su tía en el recuerdo. Pero, ¿cómo es posible conciliar la
fidelidad al marido con la entrega venal a un desconocido?
Los monólogos
desgranados por ella a lo largo de la película van a desvelar que el auténtico
desconocido es el marido en coma, una imagen tan sólo de un supuesto héroe al
que la entregaron con diecisiete años y que nunca la habló ni le hizo el amor
como a una persona. Sin embargo, el joven talibán inexperto que paga por
obtener sus favores hará posible que ella reconozca su propio cuerpo y el de su
compañero ocasional en un juego iniciático que enriquece la experiencia
afectiva de ambos. No por casualidad, el segundo y tercer encuentro de los dos
personajes es subrayado por la música, especialmente el tercero, con una
sucesión de acordes biensonantes, tonales, ese tipo de sonoridad que nos deja
muy satisfechos como espectadores.
El camino al
que se ve abocada ha sido indeseado y no buscado, pero la sorpresa desagradable
de verse arrastrada a vender su cuerpo es mitigada en parte por los sabios
consejos de su tía. Ésta sí ha elegido conscientemente el camino de la
prostitución, porque cuenta con la ventaja de haber matado a su violador. Esta
ventaja moral le permite, además, interpretar singularmente una sura del Corán
que oye casualmente la protagonista y por la que le pide consejo, una sura
protagonizada por los cabellos de la mujer de Mahoma capaces de atraer a los
demonios pero ante los que huyen los ángeles, lo que sirve a la mujer del
profeta para enseñarle a distinguir unos de otros. A cambio de su sabiduría,
ésta asume la condición provocadora y pecaminosa de la condición femenina. Pero
la conclusión de la tía es tajante: la esposa del profeta Mahoma, dice, debería
ser una profetisa. En esta reivindicación puede verse un paralelismo con el
afán de algunos cristianos bienpensantes actuales por elevar a María Magdalena
a la misma categoría. Como en el caso de la prostitución, es una contradicción
que pueda buscarse la emancipación femenina a partir de supersticiones, aunque
el anhelo es legítimo. Que nadie se engañe, por otra parte, sobre las
intenciones de los autores: la película no es una apología de la prostitución,
sino sólo un testimonio de que en situaciones extremas, en un contexto de
anulación sistemática de la condición femenina, ésta puede encontrar una vía de
escape en situaciones contradictorias o paradójicas, aun no buscadas, como en
el caso de la protagonista.
En sus
confidencias a la piedra de carne humana que es el marido en coma asistimos a
una progresiva recuperación de la identidad de la protagonista, de la que es
parte substancial el reconocimiento de un cuerpo que está aprendiendo lo que
puede ser el goce sensual. Pero más importante que esto, al fin y al cabo resultado
de unos encuentros no previstos, es la labor de desciframiento interior y de
re-escritura personal que lleva a cabo ella en la soledad lo que le devuelve la
dignidad como ser humano. Enfrentada al infortunio, en un entorno hostil y
vejatorio, su natural bondadoso y carente de rencor establece una mediación que
le permite mirarse a sí misma, al mundo, a la muerte, con serenidad pero sin
concesiones. El monólogo llega a su punto culminante cuando ella revela al
marido la génesis de su dos hijas, en la que tiene que ver el magisterio de la
tía, burladora sistemática de las torpezas y fantasías varoniles. Saturada,
incapaz de soportar la intensidad de las confesiones, la piedra de la paciencia
estalla y ella, más bella que nunca, se reconoce en su integridad y queda
liberada por la palabra.
Luis Robledo
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