Estrenos 2013: La piedra de la paciencia



La piedra de la paciencia (Afganistán/Francia/Alemania, 2012)
Dirección: Atiq Rahimi
Guión: Jean-Claude Carriére, Atiq Rahimi
Música: Max Richter



La liberación por la palabra

         El arte de contar cuentos ejemplarizantes se encuentra, quizá sin excepción, en todas las culturas. Pero en la cultura árabe-islámica tuvo siempre un brillo especial. Persia parece ser la fuente principal de donde salieron los mejores y más refinados ejemplares de esta singular manifestación literaria, que llegarían a mediados del siglo XIII a los confines de Europa en la versión castellana de Calila e Dimna. Más tarde, Occidente volvería a deslumbrarse con Las mil y una noches, cuyo eco es imposible no reconocer en el cuento que cada noche cuenta la sabia prostituta que es la tía de la protagonista de la película a las hijas de ésta, y que la convierte de manera ideal (por tan sólo una mención fugaz) en una suerte de Scherezade.

          Las virtudes terapéuticas de la palabra fueron bien conocidas por nuestros clásicos quienes pusieron al día el término aristotélico eutrapelia, vale decir, conversación distendida con la que mitigar angustias o preocupaciones a base de dichos ingeniosos y ocurrentes, de fábulas y de todo tipo de narraciones cortas a las que se acomodaron sin esfuerzo los cuentos y leyendas de origen oriental. El afán de curar las afecciones anímicas mediante la palabra tendría un punto de inflexión cuando Sigmund Freud accedió a la queja de una paciente histérica para que la dejase expresarse libremente, sin interrupciones, convirtiendo al monólogo en la piedra angular del proceso curativo.
         De principio a fin la película gravita sobre un monólogo liberador que tiene sus raíces en los cuentos persas, en concreto en el de la piedra de la paciencia, donde se afirma que existe tal piedra maravillosa ante la que se pueden confiar oralmente los temores, las tribulaciones, todos los problemas que nos angustian, con la seguridad de que la piedra los oye y los guarda en su seno, hasta que un día explota y con su desintegración el sujeto queda liberado de todos aquéllos, es decir, adviene la catarsis purificadora. La protagonista conocerá la leyenda en el transcurso de la película, de boca de su tía, pero ya desde el principio inicia el proceso del que no es consciente y cuyo desenlace desconoce. Lo hace dirigiéndose a su marido, talibán en coma por un disparo en el cuello. Ella (¿se dice su nombre en algún momento de la película?) le da noticia de los pormenores cotidianos y lo cuida con cariño, o con amor, o con un tipo de afecto indefinido que puede expresarse tanto con el término fidelidad como con el concepto de sentido del deber.
         Asumido el silencio del marido postrado, ella le irá confiando experiencias más personales, hasta llegar a las más íntimas, aquéllas que un talibán consciente no permitiría proferir y que no se permitiría escuchar, pero que, como piedra de la paciencia en que lo convierte progresivamente ella, no tiene más remedio que oír. Los monólogos de la protagonista ante el cuerpo inexpresivo del marido están resueltos a lo largo de la cinta mediante planos que semejan cuadros al óleo, desde diferentes ángulos, con un colorido distinto, todos de una belleza deslumbrante, aunque no tanto como la de la protagonista, Golshifteh Farahani, que, además, en los primeros y medios planos hace gala de una expresividad y de una riqueza de matices muy convincente en general (quizá con algunos excesos en los ojos entrecerrados, lo que se llama vulgarmente “de carnero degollado”). Uno de los momentos más brillantes de su interpretación es cuando le cuenta al marido su segunda experiencia como prostituta ocasional, entre risas, con el testimonio de su tía en el recuerdo. Pero, ¿cómo es posible conciliar la fidelidad al marido con la entrega venal a un desconocido?
         Los monólogos desgranados por ella a lo largo de la película van a desvelar que el auténtico desconocido es el marido en coma, una imagen tan sólo de un supuesto héroe al que la entregaron con diecisiete años y que nunca la habló ni le hizo el amor como a una persona. Sin embargo, el joven talibán inexperto que paga por obtener sus favores hará posible que ella reconozca su propio cuerpo y el de su compañero ocasional en un juego iniciático que enriquece la experiencia afectiva de ambos. No por casualidad, el segundo y tercer encuentro de los dos personajes es subrayado por la música, especialmente el tercero, con una sucesión de acordes biensonantes, tonales, ese tipo de sonoridad que nos deja muy satisfechos como espectadores.
         El camino al que se ve abocada ha sido indeseado y no buscado, pero la sorpresa desagradable de verse arrastrada a vender su cuerpo es mitigada en parte por los sabios consejos de su tía. Ésta sí ha elegido conscientemente el camino de la prostitución, porque cuenta con la ventaja de haber matado a su violador. Esta ventaja moral le permite, además, interpretar singularmente una sura del Corán que oye casualmente la protagonista y por la que le pide consejo, una sura protagonizada por los cabellos de la mujer de Mahoma capaces de atraer a los demonios pero ante los que huyen los ángeles, lo que sirve a la mujer del profeta para enseñarle a distinguir unos de otros. A cambio de su sabiduría, ésta asume la condición provocadora y pecaminosa de la condición femenina. Pero la conclusión de la tía es tajante: la esposa del profeta Mahoma, dice, debería ser una profetisa. En esta reivindicación puede verse un paralelismo con el afán de algunos cristianos bienpensantes actuales por elevar a María Magdalena a la misma categoría. Como en el caso de la prostitución, es una contradicción que pueda buscarse la emancipación femenina a partir de supersticiones, aunque el anhelo es legítimo. Que nadie se engañe, por otra parte, sobre las intenciones de los autores: la película no es una apología de la prostitución, sino sólo un testimonio de que en situaciones extremas, en un contexto de anulación sistemática de la condición femenina, ésta puede encontrar una vía de escape en situaciones contradictorias o paradójicas, aun no buscadas, como en el caso de la protagonista.
         En sus confidencias a la piedra de carne humana que es el marido en coma asistimos a una progresiva recuperación de la identidad de la protagonista, de la que es parte substancial el reconocimiento de un cuerpo que está aprendiendo lo que puede ser el goce sensual. Pero más importante que esto, al fin y al cabo resultado de unos encuentros no previstos, es la labor de desciframiento interior y de re-escritura personal que lleva a cabo ella en la soledad lo que le devuelve la dignidad como ser humano. Enfrentada al infortunio, en un entorno hostil y vejatorio, su natural bondadoso y carente de rencor establece una mediación que le permite mirarse a sí misma, al mundo, a la muerte, con serenidad pero sin concesiones. El monólogo llega a su punto culminante cuando ella revela al marido la génesis de su dos hijas, en la que tiene que ver el magisterio de la tía, burladora sistemática de las torpezas y fantasías varoniles. Saturada, incapaz de soportar la intensidad de las confesiones, la piedra de la paciencia estalla y ella, más bella que nunca, se reconoce en su integridad y queda liberada por la palabra.




Luis Robledo

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