Sobran las palabras (Enough said) (USA, 2013)
Dirección y guión: Nicole Holofcener
La palabra culpable
En 1970
William Burroughs publicó La revolución
electrónica donde considera al lenguaje como un virus que tomó posesión del
género humano desde tiempo inmemorial y que lo ha fagocitado sistemáticamente
hasta el punto de anular sus vivencias elementales. El lenguaje, que para
Burroughs es siempe el lenguaje del poder, del orden establecido, nos habla,
nos convierte en predicado. Como desafío a tan ominoso yugo, el poeta ideó el cut-up, una técnica de “corta y pega”
con que quebrar el discurso lineal, enfermizo y contagioso, que nos posee, una
técnica que en música contaba con el precedente de la música concreta, antes
con el del collage en las artes plásticas,
y antes aún con el magisterio de Tristan Tzara en el momento inaugural de la
emancipación estética y vital en el seno de la cultura occidental (Para hacer un poema dadaísta).
Casi medio
siglo después, la sombra de Burroughs se cierne sobre la cinta de la directora
y guionista Nicole Holofcener, aunque en una dimensión pequeñita, doméstica,
circunscrita a la vida cotidiana. Enough
said es el título original, “ya se ha hablado demasiado”, podríamos decir.
Este demasiado hablar presenta dos dimensiones en la película: la primera es la
de la garrulería incontinente de una de las clientas a quien Eva da masaje,
tarabilla inocua e ignorada sistemáticamente por la protagonista; la segunda,
en cambio, implica relaciones de socialización y afectivas a las que no somos
inmunes y que labran un proyecto de convivencia. Es esta última la que
condiciona el encuentro y desencuentro de la pareja central.
Eva, masajista
profesional, divorciada, conoce en una fiesta a Marianne, poetisa, y a Albert,
gordinflón chistoso, ambos también divorciados. Eva y Albert inician una
relación desenfadada y amistosa que deviene en relación sentimental gratificante
para ambos. A la vez, Eva da masajes a Marianne, cuyo modo de vida y status cultural, poetisa, se convierten
para aquélla en modelo ideal. Marianne regala a Eva un libro suyo de poesía;
pero, además, le cuenta intimidades descalificadoras de su exmarido. Así,
Marianne, portadora del virus del lenguaje, inocula a Eva la infección.
La película
tiene como protagonistas secundarios, pero importantes, a tres muchachas adolescentes, la hija de Albert, la de Eva y una
amiga de la hija de ésta. Las hijas de Albert y Eva van a separarse de sus
padres para ir a la universidad, lo que conlleva una sensación de desamparo y
de vulnerabilidad por parte de éstos. No sé si puede hablarse de un punto de
vista femenino en la película, pero en lo que toca a las intervenciones de las
adolescentes y a su relación parental parece evidente. En cualquier caso, la
actitud de éstas resulta, aun dentro de su inexperiencia y de sus dudas (o
quizá por todo ello), mucho más madura que la de sus mayores, más resuelta (el
ansia de certezas es patrimonio de la juventud). Una pareja amiga de Eva
completa la red de relaciones humanas expuesta al espectador. El marido resulta
antipático, de un machismo elemental, aunque las desavenencias más serias de la
pareja se centran en la criada latinoamericana por el desorden que imprime al
hogar de ambos cambiando de lugar los objetos, colocándolos en un lugar no
adecuado, es decir, subvirtiendo de hecho
la sintaxis que convierte a toda casa en discurso.
Cuando Eva
comprende que el denostado exmarido de Marianne no es otro que Albert, su
actitud hacia éste se transforma. El veneno de la palabra penetra en su mente y
en su piel. Las nimiedades se convierten en estigmas. Las pequeñas manías que
han pasado desapercibidas o, simplemente, no han sido registradas en el código
de conducta de Eva generan duda ahora y se erigen en muros de contención
afectivos. La ausencia de mesillas de noche en el dormitorio de Albert, desafío
para Marianne al orden requerido en toda conducta adecuada, al guión impuesto
por el sistema, adquiere una extraña relevancia y confina a aquél al limbo de
los inadaptados, de los que no comparten el lenguaje normativo impuesto
tácitamente. Albert, como la criada de la pareja amiga de Eva, dinamita la
sintaxis cotidiana. La relación sexual entre ambos se ve alterada también por
el guardián que ha surgido en Eva en forma de palabras, no proferidas por ella,
pero asumidas como inapelables. El discurso del poder, de la autoridad,
representados por Marianne, ha colonizado el paisaje interior de la masajista.
El
desencuentro entre Albert y Eva aparece como inevitable cuando Eva airea la
incapacidad de Albert para el susurro y lo pone en ridículo. No, Albert no sabe
o no puede susurrar. Cuando lo intenta, su vozarrón se impone como una
presencia molesta para los que sí son capaces de modular la intensidad de sus
voces y, así, ejercitar la capacidad de disimulo tan necesaria para evitar la
reconvención social. Albert no cumple con los requisitos del discurso impuesto
por el orden social. Tras una escena crucial, en la que se desvelan las
identidades de los protagonistas, se consuma la ruptura entre Eva y Albert. Ambos
se han ganado hace tiempo las simpatías del espectador gracias a sendas
interpretaciones soberbias; la de James Gandolfini (Albert) sobria y
contundente; la de Julia Louis-Dreyfus (Eva) absorvente, llena de matices,
aunque lastrada por una excesiva sobreactuación deudora del payasismo
estadounidense. La pareja no se merece pasarlo mal.
Pero todo
veneno incluye su triaca, como demuestra la medicina homeopática, denostada a
la sazón por “progres” neopositivistas que han sido infectados también por el
virus del lenguaje impuesto por la ciencia oficial. La directora y guionista
tiene una visión amable y optimista de la condición humana. En consecuencia,
nos invita a redimir a sus personajes. El primer síntoma de esa redención lo
encontramos en la escena en la que la criada latinoamericana ha vuelto a
transgredir la sintaxis doméstica colocando en un cajón de la cocina un objeto
ajeno a las funciones culinarias, pero que no propicia ningún reproche por
parte de la amiga de Eva y es asumido como contingencia inevitable; la
continuidad alterada del discurso no es obstáculo para las relaciones humanas.
El segundo, concluyente, es cuando el gordinflón chistoso bromea con Eva sobre
sus mesillas de noche; aquí las palabras brincan
felices, porque, siendo ellas mismas, se han despojado de la culpa que
condenaba a su personaje a ser un renglón torcido.
Luis Robledo
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