Estrenos 2014: Her.


Her (USA, 2013)
Dirección y guión: Spike Jonze


El fracaso de Pigmalión


         El mito de Pigmalión tiene infinitas variantes, tantas como el narcisismo latente que lo anima. La leyenda de Ovidio es simple: el escultor se enamora de su propia creación, una figura femenina bellísima, y sueña que cobra vida. Afrodita hace realidad su sueño para que puedan convertirse en pareja. Las fantasías de dominación masculina convirtieron a la estatua original en “fierecilla domada” (Shakespeare) en virtud de una laboriosa tarea de reeducación inmisericorde lejana a la idea original, aunque deudora de ella (la mujer idónea como creación del varón). Bernard Shaw brindó al cine la ocasión de revisitar el mito libremente, primero con la producción dirigida por Leslie Howard y Anthony Asquith, más tarde con la conocida My fair lady de Cukor. Hay más traducciones a la pantalla, pero merece la pena recordar las lúcidas y melancólicas llevadas a cabo por Woody Allen, Poderosa Afrodita y Granujas de medio pelo.

         La versión de Spike Jonze, menos explícita, parte de un escenario futuro, quizá no muy lejano, en el que la computadora obedece por completo a la voz del usuario estableciendo un diálogo fluído entre éste y la máquina. Más aún, existe la posibilidad de instalar un sistema operativo personalizado en base a tres parámetros que proporciona el usuario: social/antisocial, voz masculina o femenina, relación con la madre (¿por qué este último?, ¿por qué no con el padre?). Theodore (un estupendo Joaquin Phoenix) se decide a instalarlo y en seguida aparece Samantha (las tres “a” que comparte con la Galatea original nos da esa pequeña felicidad que hace posible el azar), su sistema operativo particular encarnado en la sugerente voz de Scarlett Johansson, cuya cara es imposible no evocar. Como bloque de piedra aún sin cincelar, Samantha va configurándose a partir del diálogo con Theodore y a partir de la memoria del propio sistema, de la que ella es gerente. Enseguida se establece una complicidad entre ambos que ayuda a paliar el desasosiego de Theodore ante la reclamación de divorcio de su ex, de la que sigue enamorado. En Samantha encuentra una confidente fiel, una compañera de juegos callejeros virtuales que lo reconcilian con la vida, porque Samantha desea conocer a través de su usuario la vida que hay más allá de su existencia virtual. La relación de pareja entre Theodore y su sistema operativo no es excepcional. Amy, la amiga de éste, le cuenta otros casos de relación sentimental cibernética entre los que se encuentran algunos adúlteros que tienen como protagonistas a conocidos que mantienen relaciones con sistemas operativos de otros compañeros.
         Theodore es un constructor de sentimientos ajenos. Su profesión consiste en redactar cartas para otros, cartas de amor, de despedida, de felicitación, y lo hace con una sinceridad emocional que cautiva a sus compañeros de trabajo, la misma sinceridad cuya ausencia en su propia vida le reprocha su ex. Samantha aprende con rapidez la gramática emocional de que hace gala su usuario. Comienza a sentir incluso la pulsión de la carne en su existencia incorpórea. La sintonía de la pareja los lleva a hacer el amor virtualmente. Pero Samantha echa de menos el cuerpo, el de su amante y el suyo propio. Así, urde un plan que nos brinda la secuencia más desasosegante de toda la película. Recurre a una voluntaria especializada en prestar su cuerpo a sistemas operativos enamorados. En la cita que le prepara a su amante, Samantha va guiando el cuerpo alquilado de la voluntaria, provisto de cámara y auricular, en el juego amoroso que ha de desembocar en coito. Pero la excitación del sistema no se ve correspondida por la de Theodore, incapaz de reconocer en ese cuerpo, real pero desconocido, a la compañera virtual. A pesar de este desencuentro y de otros que muestran a Samantha celosa por la relación cotidiana de Theodore con otras mujeres, la relación sentimental entre ambos continúa. Como es fácil para una computadora hacer música, Samantha ofrece a su amante-usuario tres composiciones románticas (en la acepción estadounidense, o sea, más bien ñoñas, aunque bien hechas y eficaces para la trama, una de ellas con ribetes debussystas). Samantha es capaz, cómo no, de poner letra a una de ellas, y la cantan juntos al son del ukelele de Theodore. El sistema operativo crece sin cesar; lo construye Theodore, pero también se construye a sí mismo. Samantha ha dejado de ser piedra inerte y ha alcanzado un cierto grado de autonomía.
         Hay otros reflejos de Pigmalión en la película. El principal, muy evidente, lo protagoniza Theodore en su etapa anterior, cuando en complicidad con los padres de su ex moldeó la personalidad de ésta. Pero ahora ya no es solamente su ex; ahora es Catherine, una mujer autónoma, con todas las incertidumbres a que estamos sometidos los mortales pero liberada del cincel de su hacedor. Y es ella la que reclama el divorcio y la que reprocha a Theodore las efusiones sentimentales con Samantha que a ella se le hurtaron. También Amy, la fiel amiga de Theodore, hace su papel de Pigmalión diseñando un videojuego en el que construye la imagen del ama de casa perfecta a la que, sin embargo, no duda en someter a la vejación de masturbarse con el frigorífico, en lo que es una forma más de dominación, siquiera virtual.
         Samantha quiere confesar algo a Theodore. Su existencia como sistema operativo la ha hecho madurar y conocer a mucha gente, notablemente a Alan Watts, explorador de la autoconciencia y divulgador en Occidene del budismo, cuya obra fue muy difundida en España durante los últimos decenios del siglo pasado. Ante las preguntas angustiadas de Theodore, Samantha reconoce que ama a más de seiscientos personajes a los que tiene acceso a través del sistema, o sea, de ella misma. En una revelación decisiva, le dice que ya no se encuentra a sí misma en las páginas hermosas de sus cartas, sino en los espacios que median entre las palabras, unos espacios cada vez más amplios, más abiertos a infinitas virtualidades. Así, Samantha se sitúa más allá del relato, más allá de la obra acabada, letra o piedra, que pueda reclamar como propia la voluntad del artífice. Samantha se ha independizado de su autor.
         A lo largo de la película asistimos a la alienación constante de los habitantes de Los Ángeles que caminan ensimismados atendiendo sólo a sus computadoras móviles, estableciendo con ellas un diálogo onanista, como el de Theodore, a quien, sin embargo, el desengaño con su amor virtual le ha facultado para ver con nuevos ojos esta tragicomedia de los tiempos modernos. Theodore acude a Amy, quien también ha sufrido un desengaño amoroso en la vida real, y juntos acceden a una azotea desde donde se ven los destellos de una ciudad, de toda una cultura, entregada al paroxismo de las comunicaciones virtuales. La pareja, dos personas de carne y hueso, parece certificar el fracaso de Pigmalión, el fracaso de todos los pigmaliones en el vano afán por poseer una imagen que sólo es producto de sus sueños.


Luis Robledo

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