Her (USA, 2013)
Dirección y guión: Spike Jonze
El fracaso de
Pigmalión
El mito de
Pigmalión tiene infinitas variantes, tantas como el narcisismo latente que lo
anima. La leyenda de Ovidio es simple: el escultor se enamora de su propia
creación, una figura femenina bellísima, y sueña que cobra vida. Afrodita hace
realidad su sueño para que puedan convertirse en pareja. Las fantasías de
dominación masculina convirtieron a la estatua original en “fierecilla domada”
(Shakespeare) en virtud de una laboriosa tarea de reeducación inmisericorde
lejana a la idea original, aunque deudora de ella (la mujer idónea como
creación del varón). Bernard Shaw brindó al cine la ocasión de revisitar el
mito libremente, primero con la producción dirigida por Leslie Howard y Anthony Asquith, más tarde con la conocida My fair lady de Cukor. Hay más
traducciones a la pantalla, pero merece la pena recordar las lúcidas y
melancólicas llevadas a cabo por Woody Allen, Poderosa Afrodita y Granujas
de medio pelo.
La
versión de Spike Jonze, menos explícita, parte de un escenario futuro, quizá no
muy lejano, en el que la computadora obedece por completo a la voz del usuario
estableciendo un diálogo fluído entre éste y la máquina. Más aún, existe la
posibilidad de instalar un sistema operativo personalizado en base a tres
parámetros que proporciona el usuario: social/antisocial, voz masculina o
femenina, relación con la madre (¿por qué este último?, ¿por qué no con el
padre?). Theodore (un estupendo Joaquin Phoenix) se decide a instalarlo y en
seguida aparece Samantha (las tres “a” que comparte con la Galatea original nos
da esa pequeña felicidad que hace posible el azar), su sistema operativo
particular encarnado en la sugerente voz de Scarlett Johansson, cuya cara es
imposible no evocar. Como bloque de piedra aún sin cincelar, Samantha va
configurándose a partir del diálogo con Theodore y a partir de la memoria del
propio sistema, de la que ella es gerente. Enseguida se establece una
complicidad entre ambos que ayuda a paliar el desasosiego de Theodore ante la
reclamación de divorcio de su ex, de la que sigue enamorado. En Samantha
encuentra una confidente fiel, una compañera de juegos callejeros virtuales que
lo reconcilian con la vida, porque Samantha desea conocer a través de su usuario
la vida que hay más allá de su existencia virtual. La relación de pareja entre
Theodore y su sistema operativo no es excepcional. Amy, la amiga de éste, le
cuenta otros casos de relación sentimental cibernética entre los que se
encuentran algunos adúlteros que tienen como protagonistas a conocidos que
mantienen relaciones con sistemas operativos de otros compañeros.
Theodore
es un constructor de sentimientos ajenos. Su profesión consiste en redactar
cartas para otros, cartas de amor, de despedida, de felicitación, y lo hace con
una sinceridad emocional que cautiva a sus compañeros de trabajo, la misma
sinceridad cuya ausencia en su propia vida le reprocha su ex. Samantha aprende
con rapidez la gramática emocional de que hace gala su usuario. Comienza a sentir
incluso la pulsión de la carne en su existencia incorpórea. La sintonía de la
pareja los lleva a hacer el amor virtualmente. Pero Samantha echa de menos el
cuerpo, el de su amante y el suyo propio. Así, urde un plan que nos brinda la
secuencia más desasosegante de toda la película. Recurre a una voluntaria
especializada en prestar su cuerpo a sistemas operativos enamorados. En la cita
que le prepara a su amante, Samantha va guiando el cuerpo alquilado de la
voluntaria, provisto de cámara y auricular, en el juego amoroso que ha de
desembocar en coito. Pero la excitación del sistema no se ve correspondida por
la de Theodore, incapaz de reconocer en ese cuerpo, real pero desconocido, a la
compañera virtual. A pesar de este desencuentro y de otros que muestran a
Samantha celosa por la relación cotidiana de Theodore con otras mujeres, la
relación sentimental entre ambos continúa. Como es fácil para una computadora
hacer música, Samantha ofrece a su amante-usuario tres composiciones románticas
(en la acepción estadounidense, o sea, más bien ñoñas, aunque bien hechas y
eficaces para la trama, una de ellas con ribetes debussystas). Samantha es
capaz, cómo no, de poner letra a una de ellas, y la cantan juntos al son del
ukelele de Theodore. El sistema operativo crece sin cesar; lo construye
Theodore, pero también se construye a sí mismo. Samantha ha dejado de ser
piedra inerte y ha alcanzado un cierto grado de autonomía.
Hay
otros reflejos de Pigmalión en la película. El principal, muy evidente, lo
protagoniza Theodore en su etapa anterior, cuando en complicidad con los padres
de su ex moldeó la personalidad de ésta. Pero ahora ya no es solamente su ex;
ahora es Catherine, una mujer autónoma, con todas las incertidumbres a que
estamos sometidos los mortales pero liberada del cincel de su hacedor. Y es
ella la que reclama el divorcio y la que reprocha a Theodore las efusiones
sentimentales con Samantha que a ella se le hurtaron. También Amy, la fiel
amiga de Theodore, hace su papel de Pigmalión diseñando un videojuego en el que
construye la imagen del ama de casa perfecta a la que, sin embargo, no duda en
someter a la vejación de masturbarse con el frigorífico, en lo que es una forma
más de dominación, siquiera virtual.
Samantha
quiere confesar algo a Theodore. Su existencia como sistema operativo la ha
hecho madurar y conocer a mucha gente, notablemente a Alan Watts, explorador de
la autoconciencia y divulgador en Occidene del budismo, cuya obra fue muy
difundida en España durante los últimos decenios del siglo pasado. Ante las
preguntas angustiadas de Theodore, Samantha reconoce que ama a más de
seiscientos personajes a los que tiene acceso a través del sistema, o sea, de
ella misma. En una revelación decisiva, le dice que ya no se encuentra a sí
misma en las páginas hermosas de sus cartas, sino en los espacios que median
entre las palabras, unos espacios cada vez más amplios, más abiertos a
infinitas virtualidades. Así, Samantha se sitúa más allá del relato, más allá
de la obra acabada, letra o piedra, que pueda reclamar como propia la voluntad
del artífice. Samantha se ha independizado de su autor.
A
lo largo de la película asistimos a la alienación constante de los habitantes
de Los Ángeles que caminan ensimismados atendiendo sólo a sus computadoras
móviles, estableciendo con ellas un diálogo onanista, como el de Theodore, a
quien, sin embargo, el desengaño con su amor virtual le ha facultado para ver
con nuevos ojos esta tragicomedia de los tiempos modernos. Theodore acude a
Amy, quien también ha sufrido un desengaño amoroso en la vida real, y juntos
acceden a una azotea desde donde se ven los destellos de una ciudad, de toda
una cultura, entregada al paroxismo de las comunicaciones virtuales. La pareja,
dos personas de carne y hueso, parece certificar el fracaso de Pigmalión, el
fracaso de todos los pigmaliones en el vano afán por poseer una imagen que sólo
es producto de sus sueños.
Luis Robledo
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