Dirección y guión: José Luis Guerín
Los sonidos de la
Arcadia
Con sólo
leer el extracto de la entrevista en la ficha que acompaña a la exhibición de
la película en una sala madrileña queda patente la lúcida perversidad con que
el director y guionista ha jugado con las intérpretes (ninguna actriz
profesional) y con las espectadoras. Aunque el punto de partida sea un
experimento, da la impresión de que tenía todo claro desde el principio y dan
ganas de no añadir una sola palabra más al incansable flujo de alocuciones que
pueblan la película. Pero, como es una provocación explícita al diálogo, me
quiero sumar al coro intermitente poblado por mayoría de voces femeninas y, de
alguna manera, equilibrar la representación juntando mi voz a la del profesor,
personaje clave del que parte la aventura dialéctica, porque Guerín también ha
jugado con su intérprete masculino (profesor de filología italiana en la
Universitat de Barcelona) y con los espectadores varones, y lo ha hecho con su
personal estilo, elegante, directo y distante a la vez según las situaciones
presentadas, un juego del que sale malparado dicho personaje.
Digámoslo
desde el principio con palabras del director: “El profesor es el personaje más
patético de la película”, y lo es porque su seminario se muestra enseguida como
una coartada para entablar relaciones amorosas con las jóvenes alumnas, como
deja entrever la primera conversación con su esposa quien tacha su clase de
“prédica” y duda de la sustancia misma de su contenido, el amor, a quien define
como un “invento de la literatura”. Entonces…, ¿a qué seguir? Bueno, es que,
invento o no, existe algo a lo que podemos llamar amor, y, por encima de todo,
existe la literatura. Estas dos ideas van
a ser conjugadas por el profesor de manera apasionada, seductora,
erudita a través de la magia del dolce
stil nuovo (especialmente Dante) y van a suscitar todo tipo de reflexiones,
dudas, controversias y vivencias entre las alumnas. A lo largo del seminario
aparecen diferentes puntualizaciones sobre tal o cual pasaje de tal o cual
obra, pero hay cosas que parecen más importantes que la mera erudición, por
ejemplo cuando el profesor recuerda que la pasión entre Paolo y Francesca se
desata en el momento de leer juntos la historia de Lanzarote y Ginebra,
entonces se dan el primer beso imitando lo que la novela refiere, su particular
descenso al infierno de los enamorados tiene lugar por cuanto la vida imita al
arte. Sí, es posible que el amor sea un invento de la literatura, pero se
reinventa con cada generación.
El
subtítulo engañoso de la película, Una
experiencia pedagógica, da paso a la primera secuencia, la primera clase
del seminario, en la que se ve escrito en la pizarra Musa > Música, una etimología que no por casualidad permite la
revisión de dos mitos repetidos hasta la saciedad a lo largo del tiempo, el de
Apolo y Dafne, y el de Pan y Siringa, la historia de sendos amores contrariados
por el rechazo y metamórfosis de las apetecidas ninfas. De un lado, Apolo,
tañedor de la divina cítara y príncipe de las musas; de otro, Pan que ha de
contentarse con unir las cañas en las que se ha convertido su amada y formar
con ellas el instrumento musical llamado syrinx
(en italiano zampogna). En ambos
casos las ninfas originales se convierten en musas eternas de las dos deidades.
El sueño de la mujer convertida en musa, en inspiradora del hombre, constituye
el ambicioso plan del profesor que se va revelando paso a paso, ambicioso por
la cobertura poética llena de citas y de minuciosas disquisiciones exegéticas,
groseramente interesado en lo humano, para lo cual no duda en urdir artificios
como la inversión del mito de Pigmalión, haciendo del escultor obra de la musa.
En ese juego entran varias de las alumnas haciendo realidad la idea de aquél de
formar una “academia de las musas”. La impostura del profesor lo es sólo a
medias, porque cuenta con una herramienta de seducción poderosa como es la
palabra, la suya y la de otros, y nadie puede sustraerse al poder del verbo, ni
el mismo profesor que ha interiorizado la poesía de sus queridos maestros
italianos y la ha confundido con las pulsiones vitales de su presente. José
Luis Guerín ha llevado a cabo, así, “una puesta en escena de la palabra”.
Pero si hay
algo que transciende la palabra, que la arrincona, es la música. Y la música
aparece en todo su esplendor hacia el centro de la película que se me antoja el
clímax de la misma. A ella nos lleva la musa 1, la más incondicional de las
alumnas, absolutamente seducida por el profesor, pero que, sin embargo,
abandona Barcelona y emprende un viaje con su maestro para reencontrarse con la
Arcadia de Sannazaro que ella sitúa en la isla de Cerdeña, una isla cuya lengua
no posee un término para la palabra “amor”, quizá porque éste adquiere allí resonancias
cósmicas y se desgrana en los innumerables sonidos que nos brinda la
naturaleza, así el trío con que nos obsequian tres lugareños imitando,
respectivamente, la oveja, la vaca y el viento, o el concierto de las esquilas
que el pastor “compone” para restablecer el equilibrio roto por las aves
predadoras que matan a picotazos a las ovejas, un equilibrio cósmico que, como
se recuerda en la película, evoca la armonía musical de la existencia según las
tradición pitagórica. Si no existe en lengua sarda un término equivalente a
“amor”, ¿cómo se escenifican sus contenidos? Otro habitante de esa Arcadia
singular se lo explica a la musa 1: mediante el baile, mediante la comunicación
no verbal que se prolonga en el canto de los pájaros, en el sonido del viento,
en el concierto de esquilas. No otra cosa son los sonidos del syrinx, instrumento cuyo dueño abraza
los dos polos, el celeste y el terrenal, y los armoniza en un concierto cósmico
con el que se expresa el amor universal, un concepto tan querido por el humanismo
florentino, cercano ya al dolce stil
nuovo que embelesa a profesor y alumnas. Al final del viaje, el profesor,
intoxicado por la palabra, parece no haber entendido nada y plantea a la musa 1
un dilema disparatado: o es musa o es mujer.
La musa 2
tiene una relación diferente con el profesor. Ella ha establecido una relación
epistolar a través de internet que la satisface sin necesidad de contacto
físico. De hecho, reivindica al principio de la película la figura de Eloísa en
su amor activo, feminista avant la lettre,
hacia Abelardo. Pero las palabras del profesor hacen que olvide a su heroína y
se encuentre carnalmente con el internauta, con un resultado, huelga decirlo,
insatisfactorio para ambos. Más aún, tiene relación carnal también con el
profesor en un viaje a Nápoles donde visitan el Averno, el lugar mítico en el
que los antiguos situaban el Hades. Esta musa mantiene una tensa entrevista al
final de la película con la esposa del profesor, proto-musa, sin duda, en un
tiempo ya gastado, que, sin embargo, mantiene una fidelidad suicida hacia su
marido, a pesar de la infidelidad sospechada y ahora manifiesta.
De la musa
3 nos queda la regañina que le ha propinado el profesor por haber expresado una
relación amorosa en verso libre. Obsesionado por la rima, éste no entiende
expresión formal alguna que no pase por ella. La musa 3 se queja a la musa 1,
pero ésta se muestra vehementemente incondicional hacia el maestro, defiende la
tradición y defiende su creación de una “academia de las musas” que, hay que
decirlo, a estas alturas, desde la aventura de Mallarmé hace más de un siglo,
muestra la decrepitud de quien sólo saber girar en torno a su ombligo, un
ombligo de admirable raigambre, sin duda, pero de seres que ha mucho tiempo
quedaron petrificados en la historia. La musa más esquiva es la musa 4 que, sin
embargo, tiene una aparición estelar muy temprana relatando a una niña el mito
de Apolo y Dafne, explicándoselo con el deleite de quien transmite a otra
generación un saber fuertemente interiorizado como una suerte de reinvención de
la literatura, de la vida, del amor. En la penúltima secuencia vemos a la musa
4 y al profesor charlando animadamente en el interior de un coche azotado por
la lluvia. Los vemos desde fuera, oímos el repiqueteo de ésta sobre la
carrocería y el parabrisas, pero no los oímos a ellos. Para qué, si ya sabemos
de lo que están hablando.
La película
se cierra con la aparición en planos sucesivos de cada una de las cuatro musas
y de la esposa, la academia completa que ha concitado un prestidigitador de la
palabra, mitad parlanchín, mitad sabio, mitad mentiroso, mitad sincero,
comprometido con la literatura y con la vida, en cualquier caso, que ha
embarcado a sus alumnas en diferentes peripecias vitales condenadas, como la
suya propia, como la de sus maestros italianos, a la contingencia del instante.
Al final queda la poesía, y, sobre todo, quedan los sonidos de la Arcadia.
Luis Robledo
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