Moonlight
Año de producción: 2016
Director:
Barry Jenkins
Guionistas:
Barry Jenkins y Tarell McCraney
Intérpretes:
Trevante Rhodes, André Holland, Naomie Harris, Mahershala Ali, Janelle Monáe,
Ashton Sanders y Alex Hibbert
La quietud y el temblor
«Como
escritores, afilamos nuestras frases para que alcancen el corazón de las cosas.
Pero eso no sucederá, somos demasiado torpes. Sin embargo, perseveramos en nuestro intento de expresar
la existencia, en nuestro intento de que quede expresada, en nuestro intento de
expresarla con acierto». Paradójicamente, estas palabras del
escritor John Banville plasman de forma certera la sensación que se tiene al tratar
de verbalizar la emoción y el fulgor que desprende Moonlight. En un intento condenado al fracaso, se afana uno en
buscar palabras que reflejen siquiera pálidamente la turbación que despierta
esta película. Y es precisamente la película la que consigue acercarse a la
cristalización de ese intento baldío pero hermoso e inevitable de «expresar la
existencia» que para Banville define la literatura y que también se aplica al
cine, otra forma de lenguaje narrativo y lírico. El director de Moonlight, Barry Jenkins, y el guionista
Tarell McCraney, autor de la obra teatral en la que se inspira el guion, logran
crear otra realidad a partir de la suya, la nuestra, con un lenguaje que
combina la potencia de las palabras pronunciadas y las no encontradas y
perdidas con los gestos esbozados, las miradas de frente y las que se evitan o
se rehúyen y con una música ahormada a las escenas y unas imágenes
deslumbrantes en planos cortos y medios que nos sitúan dentro, entre los
personajes.
En
tres nombres (Little, Chiron y Black), actores (Alex Hibbert, Ashton Sanders y
Trevante Rhodes) y edades (infancia, adolescencia y madurez) que marcan la
estructura de la película late un solo hombre, un solo ser humano que pugna por
existir y por reconocerse en un entorno hostil, protegido por la figura
paternal improbable de Juan (Mahershala Ali), un narcotraficante, y su
comprensiva novia, Teresa (Janelle Monáe), y soslayado por una madre (Naomie
Harris) desnaturalizada por su drogadicción; vapuleado por los matones que
señalan al diferente y resguardado por la amistad y la complicidad de su amigo
Kevin. Tras un instante en la playa en el que se detienen el miedo, el dolor y
el tiempo, los golpes nublan el atisbo de la felicidad y la calma.
La
tercera parte de la película, que corresponde a la edad adulta del
protagonista, supone una ruptura con las dos anteriores: Chiron se ha transformado
en otro para esconderse de sí mismo. Se ha armado con un disfraz de músculo y
oro que le queda pequeño para albergar su deseo y que le viene grande para
mostrar dureza. Este tercer acto (pues se acerca a las hechuras teatrales en
sus últimas escenas) se cierra con algunas de las secuencias más bellas e
intensas en su sobriedad y sutileza, un prodigio de escritura, interpretación y
dirección. Esos momentos finales avanzan con el pequeño y ligero paso que los
personajes dan para atravesar lo que parece un abismo. Asombra la naturalidad
con que se plasma la imbricación de la grandeza y la insignificancia, de la
palabra y el silencio, de las miradas directas y las que cuesta sostener, de lo
poco que se dice y todo lo que se calla, del temblor físico y la agitación
interior de Chiron (Trevante Rhodes) y Kevin (André Holland). Es deslumbrante e
hipnótico lo que hacen ambos actores en las escenas finales de la película, que
transcurren en el restaurante donde trabaja Kevin y en su casa,
no en vano espacios interiores, cerrados, que no dejan escapatoria e
intensifican el ambiente íntimo y cargado,
en un silencio
sólo quebrado por una canción, una campanilla, los grillos y las olas del mar
que traen ecos de aquel instante pasado. Alentado por ese recuerdo, Chiron va
perdiendo su coraza hasta exponerse con una vulnerabilidad sobrecogedora ante
Kevin gracias a la labor inquisitiva y muda de éste, en una escena que muestra
de nuevo el esfuerzo, también físico, por encontrar palabras que expresen lo
más profundo. Kevin mira a Chiron como si sus moléculas se hubieran recolocado,
como antes; lo redescubre una vez caída la máscara, pero también lo contempla
por primera vez, como nunca. Al mismo tiempo, nosotros vamos despojándonos de
nuestras circunstancias y contingencias para sentir en carne propia (porque
esta película se ve con la piel) el temblor de ese chico con cuerpo de gigante que
sólo (¡sólo!) ama y quiere ser amado.
Recordaba también John
Banville los versos de Rilke en las Elegías
de Duino:
«¿Estamos acaso aquí para decir: casa,
puente, fuente, puerta, vaso, árbol frutal,
ventana,
a lo sumo: columna, torre?… Mas para
decirlo, comprende,
ay, para decirlo así como jamás las cosas
mismas
creyeron ser en su intimidad».
Esa asombrosa sensación de comprender y compartir un nuevo lenguaje creado
a partir de lo no revelado, de la elipsis, inspirado en la palpable presencia
de lo ausente para expresar los sentimientos más íntimos y a la vez universales,
es la que deja Moonlight. Casi nada.
Todo.
Itziar Ibáñez
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