Los odiosos ocho
Dirección:
Quentin Tarantino
Guion:
Quentin Tarantino
Música:
Ennio Morricone
Fotografía:
Robert Richardson
Reparto: Samuel L. Jackson, Kurtt Russell, Jennifer Jason Leigh, Bruce Dern, Tin Roth, Demian Bichir, Walton
Goggins, Michael Madsen, Dana Gourrier, James Parks, Channing Tatum, Zoë Bell,
Lee Horsley, Gene Jones.
Productora: The Weinstein Company / Double Feature Films / FilmColony
Año
de producción: 2015
Duración:
167 min.
«Con ocho
basta»
Me
he decidido a ver, con muchas dudas, la última película de Quentin Tarantino «The Hateful Eight», un título un tanto
rimbombante que aquí en España ha sido traducido, con mayor rimbombancia si
cabe, como «Los odiosos ocho» (¿por qué no «Los ocho odiosos»? Cuando menos, parecería
raro hablar de «La mecánica naranja» o de «El maltés halcón» o de «El tranquilo
hombre». Sí, ya sé que la sonoridad… y otras patrañas, pero no deja de ser
llamativo).
Comprendo que el cine de Tarantino pueda tener
sus seguidores y sus detractores, a fin de cuentas, como todo o casi todo. Pero
la principal cuestión para mí es indagar en su cine para averiguar qué subyace
detrás de las imágenes y si lo que se percibe tiene o no algún tipo de interés.
No cabe duda de que, a principios de los años noventa, cuando Tarantino estrenó
«Reservoir Dogs» parecía lógico y comprensible que saltasen las alarmas y todos
nos fijásemos en ese joven realizador que emergía con fuerza como una nueva y
brillante promesa en el panorama del cine internacional. El problema estriba, a
mi juicio, en que pasados veinte años, lo que se configuraba como prometedor,
incluso novedoso, no porque en esencia lo fuese sino porque contenía —aún en
germen— la semilla de algo distinto y poderoso, aquello que parecía brillar con
luz propia y preconizaba nuevos y fructuosos caminos, se ha ido apagando
paulatinamente, cuando no de golpe y porrazo, a lo largo de su filmografía; una
filmografía que se ha ido hinchando de esos valores nutrientes que ostentaba,
pero sólo en su aspecto más superficial y aparente. Lo que prometía un
contenido deslumbrante se ha quedado en un deslumbrante continente, que ciega
antes que deja ver; el fondo ha dejado paso a la forma, una forma que a fuerza
de retorcerse sobre sí misma, vacía de contenido, ha devenido en mueca
grotesca, en parodia, en caricatura burda, casi obscena, de sí misma.
Resultaría interesante preguntarse por qué Tarantino a fuerza de intentar ser
original, se convierte a cada película que realiza en previsible.
En esta última película, como en todas las de
su director —a excepción tal vez del
despropósito de «Django desencadenado»—, hay que reconocer algunas escenas
excelentemente bien filmadas, sin embargo, y por utilizar una frase que por
desgracia últimamente se oye demasiado, se trata de «casos aislados». Es decir,
a pesar de que algunos momentos poseen brillo propio, no terminan por
engarzarse en un discurso total y unitario, por lo que dichos instantes se
oscurecen y declinan irremediablemente al insertarlos en el conjunto. En mi
opinión, lo mejor de esta película es, sin duda alguna, su comienzo, más bien
diría su arranque pues enseguida ese ritmo y esa planificación visual
inteligente y sugestiva se desvanece ante la vulgaridad repetitiva y mimética
propia de su director. El arranque y Bruce Dern, fantástico actor que ofrece
una lección magistral de contención, intensidad y sabiduría interpretativa. La
breve pero inmejorable interpretación de Bruce Dern parece una película en
miniatura dentro de la otra, mucho más lograda, en su ritmo, en su unidad, en
su crescendo y en su resolución que
la propia película completa. Este arranque posee poderosas imágenes y un
excelente ritmo, pero a Tarantino no parece interesarle tanto el desarrollo de
sus posibilidades creativas cuanto la consolidación de su archiconocido estilo acompañado
de sus lugares comunes habituales, algo que, además de encandilar a su público,
le genera un suculento rédito. Y es que el lugar común es uno de los puntos álgidos
en el cine de Tarantino. Cuando hace más de veinte años arrancó con aquella opera
prima, todo parecía indicar, como señalábamos, el nacimiento de un joven y lustroso talento
plagado de promesas. Pero las promesas pronto se truncaron en decepciones y
así, lo que hace veinte años resultó interesante se ha convertido
paulatinamente en rutinario y finalmente en plúmbeo, a fuerza de hacer hincapié
no en su capacidad creadora sino precisamente en el lugar común, en lo
evidente, es decir, en lo que ya está visto y por tanto en lo prescindible.
Cuando contemplamos a los mismos actores interpretando personajes diferentes
pero que son idénticos, diciendo cosas distintas pero igual de estúpidas,
embadurnados con la misma sangre una y otra vez, comprendemos no sólo que el
cine de Tarantino es prescindible sino que aquella su primera película que
prometía el nacimiento de un estimable y acaso un gran realizador, era también
un fraude.
Leyendo algunos comentarios sobre Tarantino
como guionista, no estaría muy seguro de saber qué es lo que se entiende por un
buen guion. Lo que sí sé es que la historia del cine ha dado guiones y
guionistas maravillosos. Colocar a Tarantino al lado de nombres como Howard Hawks,
Herman Jacob Mankiewicz, Ingmar Bergman o Frank S. Nugent, por citar los cuatro
que primero se me vienen a la cabeza, sería un despropósito difícil de
enmendar. Algunos comentaristas —tal vez para no pillarse los dedos, o la
lengua— dicen que Tarantino es un excelente «dialoguista». Yo, como mucho, debido
a las influencias del mundo del cómic, diría que es un mediocre «bocadillero».
Pero cuidado con eso de las influencias o de los homenajes, porque estar
influido o realizar un homenaje o un guiño a alguien excepcional, ni es una
excepción ni le convierte a uno en excepcional. Las influencias de Tarantino,
también por multitudinarias, toscas y fútiles, no conducen a ninguna parte y
están más cerca del plagio que del homenaje, resultando finalmente cansinas e
inútiles. La influencia del cómic, la literatura pulp o Sam Peckinpah no garantiza la calidad de ninguna obra, antes
bien te pueden convertir en un simple imitador, en un inofensivo copión. Y
aquí, la palabra inofensivo tiene una honda dimensión porque —a pesar de que
pretende justo todo lo contrario— el cine de Tarantino, además de burdo y
mediocre me parece profundamente inofensivo. Y este es otro de los mitos sobre
su cine que se desmorona, tal vez el más flagrante. Su supuesta violencia no es
más que un guiñol, fuegos de artificio que intentan recubrir la radical y
abismática oquedad de su obra.
Otro aspecto que flaquea, a mi juicio, es el narrativo.
Lo menos que puedes pedir cuando te cuentan una historia (y Tarantino también
se esfuerza por parecer un gran contador) es saber narrarla. La narración
en «Los odiosos ocho» es lamentable,
llena de parones, de zonas muertas, morosa, confusa, llevada a trompicones y
con un desastroso sentido del ritmo, estólida y aburrida. Aceptamos, cómo no,
el flashback final que explica lo que realmente sucedió en la cabaña, pero cómo
aceptar ese torpe e ingenuo flashback previo que nos explica, por boca del sempiterno
Samuel Jackson, la muerte del hijo de Sanford Smithers (Bruce Dern). ¿Qué
sentido tiene ese extraordinario corte narrativo si no otro que mostrarnos la
escena de la «mamada»? Así es como Tarantino no duda en sacrificar una vez más
el contenido por el continente, diseñado este hábilmente con tiralíneas a la
medida de las demandas de su público, pretendiendo hacer parecer jocoso y abrupto
lo que la garlopa de su director ha convertido inevitablemente en pulido y
alisado. La concesión de Tarantino a sus seguidores calculada e impúdica (no
por la escena en sí, por supuesto, sino por el precio narrativo que paga sólo
para exhibirla) deja ver con claridad cuál es la verdadera altura intelectual y
artística de su creador. Más que de «mamada» habría que hablar de «mamarrachada»
o de «mamonada», pero el que esto suscribe dejó de mamar hace ya más de medio
siglo. También es esperpéntica la escena final, tras el consabido baño de
sangre con el cutre discursillo sobre ¡América!... Tarantino, como gran
prestidigitador, utiliza un tono ambiguo deliberado, apto para los
sentimentales pero también para los cínicos. Quiere apostar alto, no hay que
perder ninguna baza.
Ahora bien, Quentin es capaz también de
revolucionar el mercado en otros aspectos, por ejemplo utilizando un formato en
65 mimlímetros con lentes Ultra Panavision 70 (lo que ha hecho que se haya
podido exhibir en pocos cines con su formato original), óptimo para el arranque
de la película y para alguna otra escena pero absolutamente innecesario y hasta
arrogante para el resto de una película concebida como una obra de cámara. El
chico rebelde se ha vuelto sibarita.
La música de Morricone está bien, como casi
siempre, pero la música de una película no puede funcionar por sí sola
independientemente del resto. La música de «Amadeus» es maravillosa (claro, es
Mozart) pero la película no, y la música no es suficiente para redimirla. Menos
mal, al menos, que el propio Morricone —sin duda más lúcido y humilde que
Tarantino— se atrevió a corregir al director de cine cuando este le comparaba a
Mozart, Beethoven o Schubert.
Uno no puede sentir más que una sensación de
alivio cuando la película concluye pues, a pesar de algunas virtudes, creemos
que debería haber finalizado mucho antes. La pericia de Tarantino se vuelve
torpeza; su humor, tedio; su originalidad, banalidad, y nos convencemos una vez
más, acaso ya la última, de que nos hallamos ante un cineasta más cercano a la
artesanía —y a la industria— que a un arte verdadero.
César Ureña Gutiérrez
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