Madame Marguerite
(Francia, República Checa y Bélgica, 2015)
Dirección: Xavier Giannoli
Guión: Xavier Giannoli y Marcia Romano
Las mentiras del arte
Es Purcell
quien nos invita a adentrarnos en el terreno mágico del arte, “Come, come, ye
sons of Art”. A la llamada acuden Tristan Tzara y su amigo periodista-escritor
saltando la tapia de la lujosa mansión e irrumpiendo en el acto social que
Madame Marguerite ha organizado a beneficio de los huérfanos de guerra. Es
1920, Dadá se ha dado a conocer aquí, en París, el año anterior, pero sólo los
espectadores avisados saben las sorpresas que aguardaban a los bienpensantes de
entonces. Cuando hace su aparición estelar la anfitriona y empieza a desafinar
más allá de lo imaginable con el aria de la Reina de la Noche, Tzara ruge de
placer, ahí está la destrucción del arte, así de simple, sólo hay que dejarlo
manifestarse en toda su podredumbre y decadencia, qué regalo para los dos
amigos iconoclastas, tanto que, por diversos motivos, van a engrosar las filas
de quienes hipócritamente adulan a la pertinaz cantante. Ésta vive en el reino
encantado de la música, ajena a su impericia, con la mente puesta en el amor a
un marido esquivo e infiel que, sin embargo, sufre como pocos el escarnio
callado a que se somete Marguerite cuando abre la boca para cantar. El único
que parece fiel a los sueños de la dama protagonista es su criado, un pianista
hombretón que va recogiendo fotográficamente sus diferentes poses en momentos
clásicos de las óperas de repertorio ataviada con suntuosa vestimenta. Por
otros motivos, él es también cómplice del silencio interesado del auditorio que
calla y adula hipócritamente los aullidos de Marguerite. Su ambición es
transcender la carrera pseudo-artística de su señora para presentar a la posteridad
el dossier gráfico de alguien que pasó por la vida sin entender, sin
comprender, pero entregada sin reservas. Se lo dice a ella: “No es importante
hacer cosas grandiosas o sublimes, sino hacer las cosas con grandeza y de forma
sublime”, un empeño en el que él fracasó mientras practicaba la danza india y
lo hizo alejarse de sí mismo. El hombretón no quiere que Marguerite renuncie a
lo que da sentido a su vida y decide convertirse en cronista de un delirio que
él, a fuer de lucidez, no pudo alcanzar.
No creo que
la biografía de Florence Foster Jenkins, en quien está basada la historia, sea
tan interesante como la que imagina Xavier Giannoli. De hecho, la
estadounidense nunca tuvo la fortuna de participar en esa alocada sesión
poética en el café Marlot que evoca la película donde se ridiculiza el
patrioterismo a los acordes de una “Marsellesa” violenta e ingenuamente
desafinados por Marguerite. Todos se escandalizan, los burgueses, los
militares, hasta los proletarios, sólo Tristan Tzara está eufórico: “¡Queremos
la nada!”. En Alemania, Dadá estaba también fustigando a los oligarcas y
militarotes que, desde el bando de los vencidos, habían urdido la carnicería de
la Gran Guerra, pero es seguro que Marguerite no lo sabe, a ella le parece
simplemente que el confuso acto del café Marlot es un acto de libertad, como le
dice al marido avergonzado al salir de la comisaría. La ingenuidad y el
ingenuismo lúcido se hermanan frente a la hidra bienpensante.
“Ante la
vida sólo caben dos actitudes: o se la sueña o se la vive”, dice la pitonisa
del círculo que rodea al maestro de canto. Marguerite ha decidido soñarla,
aunque no es seguro que estén más despiertos quienes la circundan. Aquélla
cuenta con la mirada límpida y curiosa de los cronopios, éstos exhiben la
petulancia de los famas. Cortázar imaginó una tercera especie que suele pasar
desapercibida: las esperanzas. A medida que avanza la película, el marido se
hace más y más esperanza, más frágil, dubitativo, temeroso, y será el único
que, cerca del desenlace, intentará ponerse sinceramente a su lado, rendido por
el amor incondicional, la bondad y la ilusión de su esposa. Las esperanzas ni
sueñan ni viven la vida, la padecen, como el payaso de Leoncavallo. Cuando
Marguerite entra en el teatro para oír al que contratará como maestro de canto,
escuchamos a éste cantar el prólogo de Pagliacci,
un verdadero manifiesto del naturalismo, esa estética en la que vida y arte
juegan a confundirse en un intercambio de máscaras. Un magnífico Michel Fau
pone vida a la voz de Mario del Mónaco mientras maquilla el dolor fingido del
adulterio. El dolor de Marguerite es real cuando constata a la salida del
teatro la traición de su marido. Pero está resuelta a saltar a la fama en un
verdadero teatro de ópera, y para ello se va a someter a todo tipo de
ejercicios mientras el maestro y su círculo gorronean descaradamente en su
mansión.
En el
momento supremo en que Marguerite se enfrenta con la Casta diva a todo un teatro repleto el director adopta una solución
arriesgada: en unos pocos segundos deja en suspenso la verosimilitud y
convierte su narración en fábula, en cuento, en relato donde lo maravilloso es
posible, donde el sueño de la protagonista se hace realidad, o quizá ocurre
sólo en el interior de los espectadores. En cualquier caso, el encantamiento
termina con Marguerite postrada en el escenario escupiendo sangre. “Hay que
sacrificar a la diosa”, dice en un momento el criado. El sacrificio tiene lugar
en el sanatorio donde ha sido recluída, y la herramienta va a ser un
espectacular gramófono que arrastra ruidosamente por los pasillos semivacíos
una monja. El ruido que produce callado es la imagen de los horrísonos sonidos
grabados por Marguerite que le serán ofrecidos a modo de espejo para que
recobre la cordura. Sólo el marido quiere evitarle ese espejo, pero llega
tarde, el gramófono asesino ha cumplido su tarea ante la corte de hipócritas
convertidos ahora en defensores de la realidad. Impasible, con la frialdad de
quien se ha impuesto un cometido más allá de la realidad o de la ilusión, el
criado toma la última foto para su dossier sobre las mentiras del arte,
mentiras sin las que no sabríamos vivir.
Luis Robledo
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