Estrenos 2016: Madame Marguerite


Madame Marguerite (Francia, República Checa y Bélgica, 2015)
Dirección: Xavier Giannoli
Guión: Xavier Giannoli y Marcia Romano


Las mentiras del arte

            Es Purcell quien nos invita a adentrarnos en el terreno mágico del arte, “Come, come, ye sons of Art”. A la llamada acuden Tristan Tzara y su amigo periodista-escritor saltando la tapia de la lujosa mansión e irrumpiendo en el acto social que Madame Marguerite ha organizado a beneficio de los huérfanos de guerra. Es 1920, Dadá se ha dado a conocer aquí, en París, el año anterior, pero sólo los espectadores avisados saben las sorpresas que aguardaban a los bienpensantes de entonces. Cuando hace su aparición estelar la anfitriona y empieza a desafinar más allá de lo imaginable con el aria de la Reina de la Noche, Tzara ruge de placer, ahí está la destrucción del arte, así de simple, sólo hay que dejarlo manifestarse en toda su podredumbre y decadencia, qué regalo para los dos amigos iconoclastas, tanto que, por diversos motivos, van a engrosar las filas de quienes hipócritamente adulan a la pertinaz cantante. Ésta vive en el reino encantado de la música, ajena a su impericia, con la mente puesta en el amor a un marido esquivo e infiel que, sin embargo, sufre como pocos el escarnio callado a que se somete Marguerite cuando abre la boca para cantar. El único que parece fiel a los sueños de la dama protagonista es su criado, un pianista hombretón que va recogiendo fotográficamente sus diferentes poses en momentos clásicos de las óperas de repertorio ataviada con suntuosa vestimenta. Por otros motivos, él es también cómplice del silencio interesado del auditorio que calla y adula hipócritamente los aullidos de Marguerite. Su ambición es transcender la carrera pseudo-artística de su señora para presentar a la posteridad el dossier gráfico de alguien que pasó por la vida sin entender, sin comprender, pero entregada sin reservas. Se lo dice a ella: “No es importante hacer cosas grandiosas o sublimes, sino hacer las cosas con grandeza y de forma sublime”, un empeño en el que él fracasó mientras practicaba la danza india y lo hizo alejarse de sí mismo. El hombretón no quiere que Marguerite renuncie a lo que da sentido a su vida y decide convertirse en cronista de un delirio que él, a fuer de lucidez, no pudo alcanzar.

            No creo que la biografía de Florence Foster Jenkins, en quien está basada la historia, sea tan interesante como la que imagina Xavier Giannoli. De hecho, la estadounidense nunca tuvo la fortuna de participar en esa alocada sesión poética en el café Marlot que evoca la película donde se ridiculiza el patrioterismo a los acordes de una “Marsellesa” violenta e ingenuamente desafinados por Marguerite. Todos se escandalizan, los burgueses, los militares, hasta los proletarios, sólo Tristan Tzara está eufórico: “¡Queremos la nada!”. En Alemania, Dadá estaba también fustigando a los oligarcas y militarotes que, desde el bando de los vencidos, habían urdido la carnicería de la Gran Guerra, pero es seguro que Marguerite no lo sabe, a ella le parece simplemente que el confuso acto del café Marlot es un acto de libertad, como le dice al marido avergonzado al salir de la comisaría. La ingenuidad y el ingenuismo lúcido se hermanan frente a la hidra bienpensante.
            “Ante la vida sólo caben dos actitudes: o se la sueña o se la vive”, dice la pitonisa del círculo que rodea al maestro de canto. Marguerite ha decidido soñarla, aunque no es seguro que estén más despiertos quienes la circundan. Aquélla cuenta con la mirada límpida y curiosa de los cronopios, éstos exhiben la petulancia de los famas. Cortázar imaginó una tercera especie que suele pasar desapercibida: las esperanzas. A medida que avanza la película, el marido se hace más y más esperanza, más frágil, dubitativo, temeroso, y será el único que, cerca del desenlace, intentará ponerse sinceramente a su lado, rendido por el amor incondicional, la bondad y la ilusión de su esposa. Las esperanzas ni sueñan ni viven la vida, la padecen, como el payaso de Leoncavallo. Cuando Marguerite entra en el teatro para oír al que contratará como maestro de canto, escuchamos a éste cantar el prólogo de Pagliacci, un verdadero manifiesto del naturalismo, esa estética en la que vida y arte juegan a confundirse en un intercambio de máscaras. Un magnífico Michel Fau pone vida a la voz de Mario del Mónaco mientras maquilla el dolor fingido del adulterio. El dolor de Marguerite es real cuando constata a la salida del teatro la traición de su marido. Pero está resuelta a saltar a la fama en un verdadero teatro de ópera, y para ello se va a someter a todo tipo de ejercicios mientras el maestro y su círculo gorronean descaradamente en su mansión.
            En el momento supremo en que Marguerite se enfrenta con la Casta diva a todo un teatro repleto el director adopta una solución arriesgada: en unos pocos segundos deja en suspenso la verosimilitud y convierte su narración en fábula, en cuento, en relato donde lo maravilloso es posible, donde el sueño de la protagonista se hace realidad, o quizá ocurre sólo en el interior de los espectadores. En cualquier caso, el encantamiento termina con Marguerite postrada en el escenario escupiendo sangre. “Hay que sacrificar a la diosa”, dice en un momento el criado. El sacrificio tiene lugar en el sanatorio donde ha sido recluída, y la herramienta va a ser un espectacular gramófono que arrastra ruidosamente por los pasillos semivacíos una monja. El ruido que produce callado es la imagen de los horrísonos sonidos grabados por Marguerite que le serán ofrecidos a modo de espejo para que recobre la cordura. Sólo el marido quiere evitarle ese espejo, pero llega tarde, el gramófono asesino ha cumplido su tarea ante la corte de hipócritas convertidos ahora en defensores de la realidad. Impasible, con la frialdad de quien se ha impuesto un cometido más allá de la realidad o de la ilusión, el criado toma la última foto para su dossier sobre las mentiras del arte, mentiras sin las que no sabríamos vivir.

Luis Robledo

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