Estrenos 2018 Cada día




Cada día (Every day) (USA, 2018)
Dirección: Michael Sucsy
Guión: Jesse Andrews








Cenicienta en Grecia


            La mejor manera de indagar en la realidad es acudir a la fantasía. Se nos olvida, de tan repetida por los poetas, esa obviedad que se obstina felizmente en asaltarnos en tantos lugares mágicos como construyen, entre otros, la literatura y el cine. Desenmarañar de manera satisfactoria el tupido trenzado de las relaciones personales, sentimentales, amistosas, paterno-filiales, y cualesquiera otras, sólo le es dado a alguien con genio, esto es, a quien se halle habitado por esa figura que los antiguos griegos llamaban daimon y que, a medio camino entre el mundo de los dioses y el de los mortales, guiaba los pasos de éstos, al menos si damos crédito al gran poeta que fue Platón.

            El daimon que presentan director y guionista en su adaptación de la novela de David Levithan es muy especial, pues es una personalidad de temperamento humano que sin poderlo evitar se reencarna (otra reminiscencia platónica) en un sujeto diferente cada día, aunque siempre de la misma edad, y que se ve obligado, cual Cenicienta, a abandonar ese cuerpo a la medianoche. Una de esas reencarnaciones le permite conocer a Rhiannon y, de resultas, quedan ambos seducidos. El enamoramiento es asimétrico, por cuanto el primero, que se autodenomina A, se halla siempre frente al mismo sujeto, la estudiante adolescente, pero ésta se encuentra cada día con el mismo espíritu pero en un cuerpo diferente, hombre o mujer, obligado/a poblar espacios desconocidos y a compartir experiencias cotidianas del sujeto despojado temporalmente de alma completamente imprevistas para él/ella y que tiene que hacer compatible con su deseo de estar con Rhiannon. La ambigüedad, el disimulo, la huída, incluso, marcarán el día a día de A, en tanto que Rhiannon será progresivamente iluminada por ese daimon evanescente, errante cada veinticuatro horas, pero con una presencia cada vez más real e intensa en su interior.
            Hay un punto de inflexión en la historia, el que marca el día en que, inopinadamente, A se reencarna en Rhiannon. La suerte de andrógino resultante propicia situaciones curiosas, como cuando el rubor adolescente hace que A se duche en el cuerpo de la muchacha con un punto de vergüenza, pero también de gozo, el mismo que debió experimentar Narciso contemplándose en la fuente. El andrógino acariciándose a sí mismo. Pero, además, este encuentro inesperado para ambos propicia que A interfiera virtuosamente en la relación entre Rhiannon y su padre, tal es la identificación con el entorno de ella, y suscite complicidades hasta ese momento impensables. La muchacha hace suya la lección e irá modificando sutilmente las relaciones familiares en los días sucesivos. Por otra parte, es de justicia señalar que también le corresponde al ser humano, a Rhiannon, el mérito de obligar al daimon a cumplir su tarea en otros avatares, a saber, intervenir en una vida ajena difícil, abocada al suicidio, subvirtiendo la ley-Cenicienta en una decisión transcendental para permanecer más tiempo en el cuerpo ocasional y corregir un devenir previsible e infausto.
            Con el último avatar, un sujeto ejemplar para Rhiannon, idóneo como compañero en el tránsito de lo que llamamos vida, la posibilidad de escapar al imperativo de las doce de medianoche y permanecer indefinidamente en un determinado cuerpo abre una brecha entre los amantes evidenciando la asimetría de sus sentimientos. Se hace evidente que, mientras A está enamorado de Rhiannon, ésta lo está, como canta la legendaria melodía de Broadway, del Amor. En un pulso agónico entre la fantasía atemporal y el devenir de un tiempo a hechura humana, A, daimon generoso, se despoja de su cuerpo accidental y se lo brinda a su amada en una renuncia dolorosa pero lúcida, como corresponde a quien está tocado por los dioses. De este modo, A seguirá Cenicienta y Rhiannon seguirá humana con la certeza de que sólo una vida regida por lo fantástico deja huella, la misma que evoca la bengala chisporroteando en el plano final.


Luis Robledo

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