Estreno 2018: Basada en hechos reales.


Título en español: Basada en hechos reales.
Título original: D'après une histoire vraie.
Año: 2017.
Duración: 110 min.
País: Francia.
Dirección: Roman Polanski.
Guión: Olivier Assayas y Roman Polanski (basado en la novela de Delphine de Vigan).
Música: Alexandre Desplat.
Fotografía: Pawel Edelman.
Reparto: Emmanuelle Seigner, Eva Green, Vincent Pérez, Damien Bonnard, Camille Chamoux,  Josée Dayan, Noémie Lvovsky, Dominique Pinon, Brigitte Roüan y Alexia Séféroglou.



La literatura y Polanski
Si bien no me encantó la primera vez que la vi, he sentido una honda decepción tras volver a ver «Basada en hechos reales», la última película de Polanski, sobre todo después de haber leído la magnífica novela de Delphine de Vigane. No me gusta establecer comparaciones entre pelis y libros, pero en ocasiones —y esta lo es— resulta necesario destacar la calidad literaria de algunas obras que posteriormente han sido llevadas al cine y que a menudo son eclipsadas injustamente por estas. En el caso de Polanski, el propio director se ha esforzado en más de una ocasión en ser muy preciso respecto al carácter de «fieles adaptaciones» de sus obras inspiradas en novelas: «he rodado tres películas sobre tres libros, más que basadas en ellos», decía el director en una reciente entrevista a propósito del estreno de su última obra. Creo que se refiere a estas tres: «La semilla del diablo», «El quimérico inquilino» y «Tess», aparte de esta última de la que estamos hablando, que sería la cuarta.
También podemos mencionar otras películas del director basadas en novelas como «Lunas de hiel» o «La Venus de las pieles», por citar dos que ahora recuerdo, pero creo que el autor se refería a las tres primeras, aunque ello no tiene mayor importancia. Estas son, a mi juicio, espléndidas, y no estoy tan seguro —como he oído comentar— de que Polanski las haya «hecho suyas», transformándolas con su sello propio y su universo peculiarísimo sino más bien, por el contrario, que el mismo Polanski «se ha visto identificado» en estos libros que ya portan el germen de la genialidad, y ha decidido llevarlos al cine, según sus propias palabras, con una fidelidad rigurosa y exquisita a los mismos textos. «Para mí, lo más difícil es mantener no sólo el espíritu del libro, sino también su forma. (...) de hecho, mi mayor esfuerzo en toda adaptación es mantener la forma del libro», insiste el propio Polanski. Y si es él quien habla así, no vamos a ser nosotros quienes le llevemos la contraria... 
Tanto la obra de Ira Levin como la de Roland Topor son soberbias y «ya contienen en sí» el espíritu de Polanski, su universo personalísimo y ominoso, de tal modo que es Polanski quien, percibiendo esta estrecha afinidad, decide realizar sus películas respetando en todo momento, como él mismo ha precisado reiteradamente, el espíritu y la forma de la obra literaria de las que parten. Lo mismo puede decirse, claro está —y aún con más rotundidad si cabe— de la magnífica novela de Thomas Hardy. Reconocer e independizar estos indiscutibles logros literarios de la obra del cineasta me parece de justicia, pues si ello no merma en absoluto la labor creadora de Polanski (las tres películas citadas son excelentes, y son incluso «polanskianas», aunque naturalmente aquí Polanski —aparte de su inmensa calidad como cineasta— no nos ha descubierto nada que no hubiéramos percibido con antelación en las tres obras literarias), sí hace honor a la calidad, también incuestionablemente excelente, de estas mismas obras literarias, que no dependen de la genialidad de Polanski para sublimarse sino que son sublimes por sí mismas, y contienen «originalmente» aquellos elementos «polanskianos» que, indudablemente, a Polanski tanto le han interesado. Estas novelas «ya son Polanski» y, al mismo tiempo, «son algo más que Polanski». No ocurre así con todas las obras literarias llevadas al cine, es verdad, pero sí con muchas, y aquí nos encontramos con tres de ellas. La necesidad de este razonamiento y de este reconocimiento se hace imperiosa.


     Volviendo a la película del principio: «Basada en hechos reales», creo que es la que más se aleja del original literario de las cuatro, precisamente por la incapacidad de plasmar en imágenes todo el complejo contenido de la novela que abarca temas como la creación —y la sequía creativa—, la identidad, el doble, la ficción y la realidad... Polanski se queda en la epidermis y no traspasa estos límites. A mi juicio, ninguna de las dos actrices protagonistas está acertada en su interpretación (si bien Emmanuelle Seigner ofrece una capacidad de matices admirable), especialmente Eva Green —la incomprensible musa del «hipsterismo» más lábil (aunque hay que preguntarse si existe un «hipster» que no sea lábil y, a estas alturas, qué es lo que nos resulta incomprensible respecto a cualquier tipo de moda)—, una Eva Green siempre hierática, histriónica y limitadísima. Su composición se me antoja caricaturesca, y si es esto lo que Polanski pretendía, creo que se ha equivocado profundamente pues se aleja del espíritu y hasta de la forma de la novela, y me parece que obstaculiza de modo irreversible la capacidad analítica e introspectiva que la historia ofrece, contribuyendo en buena medida, a esa lectura superficial e impotente que se estrella una y otra vez en la forma, ineficaz para llegar con dignidad a los fondos. El duelo entre las dos personalidades femeninas, que en la novela es de una intensidad tan compleja como fascinante, aquí se queda reducido a su expresión más banal y menos consistente, incluso el fácil recurso a cierta explicitud, por otra parte absolutamente innecesaria, no hace más que debilitar el dramatismo y la tensión existencial presente, de modo magistral, sólo en la novela. Es en la parte final, la que se desarrolla en la casa de campo y que me parece, con diferencia, la mejor, cuando Polanski se mueve con un dominio mayor en esos ambientes a los que nos tiene acostumbrados: situaciones claustrofóbicas y delirantes, espacios cerrados, sinuosos, pesadillescos y nocturnos. Aun así, resulta insuficiente para dar peso y entidad al resto del filme, una película que revela más los retazos: una serie de ideas prediseñadas y acopladas unas a otras, antes que una verdadera unidad y continuidad en el fluir de la historia y, sobre todo, un contenido vivo, creíble y verídico (que no necesariamente real). Las prisas por concluir nos precipitan a un final acelerado y un tanto tosco, indigno de la calidad, el cuidado y la meticulosidad a las que Polanski nos tiene acostumbrados en algunas de sus numerosas obras maestras. Esta, no lo es. La pregunta a bocajarro de François (Vincent Pérez) a Delphine (Emmanuelle Seigner) —tras recuperar esta el conocimiento— inquiriéndole por qué ha intentado suicidarse es tan torpe e ingenua que sonroja. ¿Qué sentido tiene esa pregunta? ¿Qué grado de crueldad, o de estupidez, obligaría a un ser humano a formularla? A no ser que se trate (como en efecto así parece que ocurre) de una excusa vulgar y atropellada para «explicar» al espectador algo que el espectador no necesita que le expliquen o que, en cualquier caso, preferiría que le explicasen de un modo más sutil e inteligente; toda una serie de datos verbalizados sin rubor y con un desprecio considerable hacia la capacidad intelectual de quien contempla, decepcionado, la película. (Por cierto, como un inciso: una caída puede ser estúpida pero no puede filmarse de un modo estúpido: cuesta entender, después de vista la escena varias veces, cómo Emmanuelle Seigner se cae por la escalera).
     La riqueza semántica y conceptual del libro, su avasalladora fuerza narrativa, la lucidez y sinceridad de ese «duelo interior» angustioso, se ven truncadas en una película que, finalmente, por carecer de peso y entidad, no alcanza la fuerza necesaria para brotar, para crearse.

César Ureña Gutiérrez

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