La
bruja
Dirección: Robert Eggers
Guion: Robert Eggers
Música: Mark Korven
Fotografía: Jarin Blaschke
Reparto: Anya Taylor-Joy, Ralph Ineson, Kate Dickie,
Harvey Scrimshaw, Lucas Dawson, Ellie Grainger, Julian Richings, Bathsheba Garnett,
Sarah Stephens, Jeff Smith.
País. Estados Unidos. Año: 2016. Duración: 92 min.
El sueño de la razón
«Esta bruja (…) lleva la marca de lo maldito. »
Pilar Pedraza, Brujas,
sapos y aquelarres.
«La bruja» supone, sin duda, el sorprendente debut en el cine de
Robert Eggers; sorprendente, porque resulta insólito iniciar el ascenso a una
carrera cinematográfica con una cumbre. Sólo he visto una vez la
película y es una película que requiere más de una visión, pero puedo asegurar
que estamos ante una gran obra, ante una película terrible, lúgubre y
desoladora. Se la ha encasillado dentro del género del terror aunque a mí me
parece más bien una película inclasificable y atípica que, en todo caso, habría
que incluir dentro del drama, eso sí: un drama terrorífico y demoledor. Su sutil
mecanismo de precisión —impregnado
de un pávido horror, de una permanente emoción contenida— construye, paso a paso, la
destrucción de una familia de colonos en la Nueva Inglaterra del siglo XVII con
un ritmo exacto, seco y fatalmente irreversible.
Se ha hablado de las influencias de
algunos directores europeos en esta singular obra, en especial de Dreyer o
Tarkovsky, también de Bergman. Joaquín Vallet ha escrito un
magnífico y bello comentario en el blog «Cine en conserva», en el que precisa estas y otras relaciones con su
habitual mirada perspicaz. Podemos percibirlas en el ritmo lento, en el paisaje
como una presencia trascendente y amenazadora, en el conflicto moral y
religioso de los personajes, su soledad y tormento interior, el silencio y la
soledad también de todo aquello que les rodea, especialmente de Dios, y el
terror como fruto de una educación religiosa estricta y severa, lindante con el
fanatismo.
Cada uno de los siete personajes
principales (la familia consta del matrimonio y cinco hijos) vive consumido por
el terror y por sus propias pasiones: el orgullo del padre, la avaricia de la
madre, la lujuria de Caleb, la indolencia de Thomasin... El terror ante la
muerte y la condenación se manifiesta con especial patetismo en la inocencia,
ya afectada y corrompida —no por el deseo carnal incipiente, sino por la
perversión del mismo, fruto de la represión— de
Caleb, el hermano de Thomasin.
Expulsados
de una pequeña sociedad por el ciego orgullo de William, el padre, la familia
se ve obligada a realizar un viaje para terminar asentándose en una tierra
deshabitada situada en la rivera de un riachuelo, al lado de un inmenso bosque.
El bosque representa el terreno sin hollar, el inicio de lo desconocido, de lo
ominoso. Esta presencia maligna, siempre manifiesta, determinará el límite
entre lo conocido: el hogar, la zona colonizada por las firmes creencias, las
costumbres y los afectos controlados; y lo siniestro, también en el sentido
freudiano: aquello que nos es extraño, que no reconocemos, aquello donde
dejamos de ser y donde podemos perdernos. La lentitud controlada, la sencillez
del plano/contraplano, el sonido de la naturaleza, el silencio expectante, todo
está minuciosamente conformado para incrementar, en un sobrio pero horripilante crescendo, la inexorable deriva de esta
familia de puritanos hacia su propia aniquilación. Cuando Caleb y Thomasin —ésta, a lomos de un caballo— se internan en el bosque a escondidas de sus
padres (una imagen que inevitablemente recuerda el periplo de «El manantial de la doncella» de Bergman), ambos
se vuelven más vulnerables al abandonar el territorio protegido y adentrarse en
las fauces del Mal, representado por ese bosque solitario y salvaje.
Salvator Rosa-Brujas
en sus encantamientos, c. 1646
La iconografía de muerte que impregna
toda la película «Vampyr» (1932) de Carl Theodor Dreyer, también está presente
aquí de un modo turbador. Las imágenes subyugantes de los aquelarres son
estremecedoras. Tal vez no habría que relacionarlas tanto con Goya, que en
definitiva era ya un ilustrado, cuanto con la obra de Salvator Rosa,
contemporáneo estricto de los hechos narrados en la película, cuyas brujas
descarnadas, obscenas y terribles representan mejor ese mundo aún sumido en las
tinieblas de la superstición y la ignorancia. También con la obra de un autor anterior:
Hans Baldung, amigo y discípulo de Durero, muy aficionado a los temas de
brujería y perteneciente a una época que permanecía dominada por el terror al
pecado y a la muerte como condenación del alma. Y yo creo que es esta agónica
pulsión la que impregna toda la película de un estremecedor espanto. Por ello,
acaso no sea tanto una película de terror cuanto una película sobre el Terror;
el terror provocado por una conciencia enferma que se sumerge en la sima oscura
e inabarcable del fanatismo, en la más solitaria, desvalida y completa de las
noches.
Salvator Rosa-La
bruja,1640-1649
A pesar de ello, la mirada de Eggers no
es crítica, tan sólo expone, muestra, distanciándose de la brutalidad de los
hechos con una aséptica y encomiable contención. También aquí puede
establecerse una relación con los directores anteriormente citados, y también
con Haneke; sin embargo la luz de Eggers, su implacable mirada, brilla con luz
propia: es original, arrebatadora y con un soberbio dominio de la narración. Es
necesario también, claro está, destacar el magnífico trabajo de la música de
Mark Korven, el guion del propio Eggers (creador también del vestuario) y la
excelente interpretación de sus actores y actrices al completo. Las perturbadoras
imágenes de «La bruja» lo significan todo sin decir nada, su poderoso universo
cargado de sugerencia y ambigüedad, su deslumbrante imaginería, nos sumerge en
un desasosiego angustioso. Como señalaba Joaquín Vallet, lo que nos cuenta es
lo que está fuera de campo, aquello
que no se ve. Es por tanto un prodigio de la elipsis expresiva que dota a la
película de un sombrío y fascinante poder más allá de las propias imágenes.
Éstas tan sólo nos conducen inexorablemente a ese vacío, a esa noche infinita
donde la inteligencia finalmente se corrompe para dejar paso a lo monstruoso.
César Ureña Gutiérrez
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