La llamada (España, 2017)
Guión y dirección: Javier Calvo y
Javier Ambrossi
Ad maiorem gloriam Dei o
Los críticos también enloquecen
Aplaudieron a rabiar. El público que
llenaba la sala en la que asistí al estreno (día de San Miguel
arcángel, y los otros, Rafael y Gabriel) rió todos los chistes sin
maldita la gracia. Lo pasaron muy bien. No era para menos: una
película donde salen monjas bondadosas y modernas más un Jesucristo
en hábito de estrella de rock cantando temas de Whitney Houston.
Javier Calvo y Javier Ambrossi siguen haciendo la reforma de Lutero
quinientos años después: utilizar la música popular como
herramienta de adoctrinamiento, esa fórmula que en el mundo católico
salió del Concilio Vaticano II dirigido por un papa realmente
bondadoso, o al menos bienintencionado, y que ha encontrado un aliado
natural en la rica tradición del gospel estadounidense, sólo que,
claro, sin la potencia y el desgarro de los afroamericanos. Richard
Collins-Moore, en el papel de Jesucristo, canta bien los temas que
dieron justa fama a Whitney Houston, aun sin la fuerza y calidad
vocal de ésta. Las dos monjitas y las dos adolescentes también
intentan cantar en una serie de números de los que se salva
únicamente el vibrante rock de las monjas (Sister Act, of
course), no por la música, que es igual de vulgar que el resto de
las músicas originales, sino por la coreografía y por la gracia que
le echan Belén Cuesta y Gracia Olayo, dos excelentes actrices, si
bien sobreactuadas al igual que sus compañeras Macarena García y
Anna Castillo. Quizá es ésta la que muestra mayor vis
dramática, comiéndose, como decimos usualmente, la pantalla. Su
actuación es equilibrada dentro de las limitaciones lógicas de
quien se está formando todavía. Macarena García tiene momentos
magníficos y otros lamentables, me atrevería a decir que por una
deficiente dirección de actores.
Aplaudieron a rabiar al final y
entremedias. Salieron encantados. ¿Acaso el público conectó con el
mensaje blandengue y viscoso que transmite la película? ¿Se han
planteado seriamente los autores una obra propagandística?
Seguramente ni una cosa ni otra, o sólo parcialmente. Por lo que el
público salió eufórico es porque se reconoció en los avatares de
la postmodernidad, porque conectó de inmediato con el mundo de lo
políticamente correcto que nos envuelve: amores lésbicos con una
monja de protagonista, procacidad (controlada) en el lenguaje,
exhibición (controlada) de carne femenina. El público conectó
espontáneamente con la normalización de usos que hasta hace muy
poco eran tabú. ¿Es indeseable esa normalización? Todo lo
contrario, bendita sea. Lo que es una impostura es su
mercantilización para dar pábulo a una leyenda en la que la palabra
Amor queda degradada por la superstición. Es casi seguro que los
autores, más allá de sus creencias, han querido hacer algo
divertido, “moderno”. Lo han conseguido a medias. Lo que sí han
conseguido y les hace meritorios, lo digo sin ironía, es conectar
con un público amplio sabiendo utilizar los códigos al uso que
permiten la ilusión de ver lo viejo como si fuera nuevo. Es probable
que la película haya encantado a los profesores del colegio donde
estudió Javier Ambrossi.
Los críticos han sido unánimes en
alabar esta producción al igual que la obra de teatro de la que
procede. Da la impresión de que también han quedado deslumbrados
por este artificio que tiene algo de gracia (poca), algo de música
(poca buena) y unos diálogos insoportablemente planos y
reiterativos. Quizá les haya deslumbrado la chabacanería del
caca-culo-pis aplicado a una sexualidad con monjas de por medio.
Espero que no les hayan conmocionado los ridículos aspavientos de
éxtasis de Macarena García ante la presencia de Jesucristo. Y no
quiero pensar que han quedado deslumbrados por la bochornosa
secuencia final que, eso sí, tiene la virtud de hacernos caer en la
cuenta de que lo que estábamos viendo era Marcelino, pan y vino
(con todo el respeto al gran Ladislao Vajda). Anímense, que es fácil
de entender. Y si después de ver la película no sienten la
llamada…, no tienen perdón de Dios.
Luis Robledo
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